Aunque no existen dos legislaturas iguales, todas presentan, por lo general, una estructura bastante parecida. Así, el primero de los cuatro años es el de las medidas impopulares, que suelen afectar al bolsillo y que no queda más remedio que tomar porque la realidad obliga y porque lo malo y desagradable cuanto antes se pase mucho mejor. Los dos años siguientes son de cierto relajo, de desarrollo de las políticas programadas y de gestión del día a día, y sólo se ven alterados, si acaso, por algún hecho insospechado. Y el último ejercicio, en fin, vuelve a ser intenso, cargado de inauguraciones, balances y promesas. Como es natural, una secuencia de este tipo, donde lo amargo se sirve como entrante y lo dulce se guarda para el postre, no tiene otro objetivo que dejar al ciudadano con buen sabor de boca para que en la próxima cita electoral favorezca con su voto al partido en el poder.

Pues bien, cuando uno observa lo que han sido las dos legislaturas con gobiernos presididos por José Luis Rodríguez Zapatero —o, para ser precisos, lo que han sido y lo que están siendo—, no puede por menos de constatar que la secuencia no se ha cumplido en absoluto. Los cuatro primeros años fueron de una dulzura extrema, con medidas destinadas a contentar a los propios y a los no tan propios, mientras lucieran la chapa nacionalista, y, en consecuencia, con un gasto exorbitante y descontrolado. Y los siguientes comenzaron con un tenor semejante hasta que, hace algo más de un año, al todavía presidente del Gobierno y secretario general del PSOE se le acabó la cuerda —mejor dicho, hasta que a la Unión Europea, Estados Unidos o, simplemente, los mercados se les acabó la paciencia—. De suerte que esta segunda legislatura de la que enfilamos ya la última curva responde a una estructura inversa a la acostumbrada. El Gobierno la inició —la prosiguió— con sus pócimas deleitosas —aun cuando todo, empezando por la crisis económica, le aconsejara obrar exactamente el revés—, y la está terminando con un atracón de lo más amargo. Y, encima, sin que en esta ocasión haya existido ningún remanso entre principio y final.
Por supuesto, un gobernante al que le fijan la ruta y le obligan a seguirla, le guste o no, no es propiamente un gobernante. Es, a lo sumo, un fiel ejecutor. Y digo a lo sumo, porque ni siquiera en esto Rodríguez Zapatero se ha comportado con la determinación y la rectitud que hubieran sido de esperar. Sus medidas para recortar el déficit público se han limitado por de pronto a los organismos dependientes del Estado, y está por ver si alcanzarán algún día el ámbito autonómico. Sus reformas laborales, más parecen un quiero y no puedo —o, peor aún, un no puedo porque no quiero— que otra cosa. Y su política, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, carece de la coherencia necesaria para merecer un mínimo de credibilidad interna y externa. Como muestra, el proceso de legalización de Bildu, con sentencia del Constitucional incluida, o la insustancial participación de nuestras Fuerzas Armadas en la misión de la OTAN en Libia.

Así las cosas, lo insólito es que Rodríguez Zapatero no haya colgado todavía sus hábitos de presidente y, por qué no, también los de político. Máxime si se añade a cuanto venimos diciendo el efecto de un resultado electoral como el cosechado por el PSOE y sus franquicias el pasado 22 de mayo. Unas pérdidas de casi un millón y medio de votos y un descenso de más de siete puntos porcentuales en los comicios municipales, y un descalabro prácticamente general en los autonómicos, constituyen motivos más que suficientes, unidos a todo lo anterior, para que un presidente del gobierno se sienta desautorizado y actúe en consecuencia presentando su dimisión. Pero nada, ni por esas. Rodríguez Zapatero lo va a dejar, es cierto. Lo anunció incluso hace ya tres meses, urgido por los barones de su partido y con la vana esperanza de que el anuncio actuara como revulsivo ante la cita en las urnas. Pero lo va a dejar al término de su mandato. O sea, como si la realidad y sus continuos dictámenes —entre los cuales, el del 22-M no es en modo alguno el menor— no influyeran para nada en su decisión.

O tal vez sí, siempre y cuando por realidad entendamos los intereses de su propio partido y no los del conjunto del país. El proceso mismo de relevo operado en el socialismo español, ese amago de primarias que ha convertido a Alfredo Pérez Rubalcaba, sin que mediara un solo voto de la militancia, en candidato a la presidencia del Gobierno, no habría podido llevarse a cabo de haber dimitido Rodríguez Zapatero y haberse convocado elecciones anticipadas. O no habría podido llevarse a cabo de igual forma. La bicefalia que ahora rige en el PSOE, aunque provisional, va a permitirle al candidato entregarse a una larga campaña. Y es que los socialistas están convencidos de que peor no les pueden ir las cosas —afirmación más que discutible, sin duda—, por lo que consideran que el tiempo debe jugar necesariamente a su favor. Sin olvidar —la historia enseña a no hacerlo— que los meses que quedan hasta las elecciones generales pueden depararnos todavía alguna sorpresa relacionada con el terrorismo de ETA, sorpresa de la que el Ejecutivo y el grupo parlamentario en que este se sustenta podrían sacar un determinado rédito electoral.

Aun así, lo más probable es que este tramo final de legislatura siga siendo amargo para el Gobierno de Rodríguez Zapatero y para el PSOE. Lo que significa, claro está, que va a serlo también para el conjunto de los españoles. Pensar en un cambio de tendencia o en un ejercicio de cierta «soberanía económica» cuando no se acometen ni van a acometerse las reformas imprescindibles, es una pura ilusión del espíritu. Y la mayoría de los ciudadanos están más que hartos de la situación, como demuestran reiteradamente todas las encuestas. La última del CIS, sin ir más lejos, realizada a comienzos de mayo —antes, pues, de la campaña para las municipales y las autonómicas—, identifica el paro, la situación económica y la clase política —por este orden y a considerable distancia uno de otro— como los principales problemas a los que se enfrentan en la actualidad los españoles. Sobra añadir que la conjunción de estos tres factores de preocupación no augura nada bueno para quienes tienen hoy la principal responsabilidad de gobierno. O para quien aspira a tenerla en un futuro próximo amparado en las mismas siglas. Y es que, en un sistema democrático, cuando las cosas van mal, cuando no funcionan, cuando se diría incluso que no tienen solución, el elector dispone de un mecanismo infalible para tratar de arreglarlas: retirar su confianza a quienes están gestionando en aquel momento los asuntos públicos. Es decir, retirarles su voto. Y, en consecuencia, otorgar esa confianza y ese voto a otra fuerza política, aunque sólo sea hasta la siguiente convocatoria electoral.

Eso es, de no mediar un sorpresón, lo que va a ocurrir tarde o temprano en España. Seguramente, y por desgracia, más tarde que temprano. Porque esos meses que nos esperan de aquí a la fecha prevista para las legislativas, nadie parece dispuesto a acortarlos. Y las agonías, lo mismo en política que en cualquier otro campo, cuanto más cortas mejor.

Actualidad Económica, (nº 2.709, julio de 2001)

La última curva

    5 de julio de 2011