Yo no creo, la verdad, que se pueda vivir en gallego. Ni en ninguna otra lengua, por supuesto. Sí creo, en cambio, que se puede vivir en Galicia, o en cualquier otro lado, de la misma manera que se puede vivir, qué sé yo, en familia, en paz, en comunidad, en armonía, en libertad o en régimen de gananciales. Y hasta creo que se puede vivir —a la tradición literaria me remito— sin vivir en sí. Ahora bien, ninguna de esas formas de vida guarda relación con la que reunió hace una semana en Santiago a miles de personas. Lo cual da que pensar.
Y es que el nacionalismo —en cualquiera de sus ramificaciones, incluidas las socialistas— no deja de ser, al cabo, pura sensiblería. O, si lo prefieren, irracionalidad manifiesta. Para muestra, lo que el propio ministro Caamaño declaró en plena faena reivindicativa, cuando ejercía, a un tiempo, de ciudadano Caamaño y de señor ministro. Según él, su presencia en las calles compostelanas obedecía al empeño de luchar contra «aquellos a los que les gustaría que el gallego desapareciese del mapa como lo hizo el latín». Dejemos ahora a un lado si la Xunta desea o no desea lo que Caamaño le atribuye como deseo y vayamos al fondo del asunto.
¿A qué viene comparar el gallego con el latín? ¿A que la segunda lengua ya no se habla y la primera lleva quizá camino de acabar igual? Menuda simpleza. Ojalá el gallego pudiera tener un fin similar al del latín. Los primeros en felicitarse por ello deberían ser los manifestantes que el domingo parecían anhelar justo lo contrario. Habrían formado parte de un imperio tan poderoso como inabarcable; habrían gozado del privilegio de pertenecer a una cultura y a una civilización sin igual; se habrían llenado de orgullo viendo como el gallego, tras extenderse por medio mundo, iba metamorfoseándose en un montón de neolenguas.
Pero me temo que nada de eso está en sus mentes. Lo que les va, lo que le va al ministro Caamaño, es lo que Robert Hugues llamó la cultura de la queja. O sea, el lagrimón.
ABC, 25 de octubre de 2009.