No, no voy a hablarles de la declaración institucional, fuera del hemiciclo parlamentario y sin turno de preguntas, del MHP Montilla —cuidado: no confundir con MVP; lo nuestro es único, hasta en las siglas—. Aunque debo decirles que, por una vez y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con él. No todos los políticos son iguales, entre otras razones, porque tampoco lo son todos los seres humanos. Los hay más altos y más bajos, más listos y más tontos, más trabajadores y más zánganos, más valientes y más cobardes, más locuaces y más callados y, por supuesto, más corruptos y más honrados.

Pero, insisto, hoy no quiero hablarles de esas desigualdades, sino de otras. Y es que, tras escuchar las últimas declaraciones del ministro Gabilondo, estoy que no salgo de mi asombro. Sostiene el ministro que, entre las reformas posibles del sistema educativo —esas que deberían ser objeto de un gran pacto a no sé cuántas bandas—, figuran la ampliación a tres años del bachillerato y la prolongación hasta los 18 —o sea, hasta el final del propio bachillerato— de la etapa obligatoria. En cuanto a la primera medida, nada que objetar. Se trata de un parche a uno de tantos despropósitos de la Logse, pero de un parche imprescindible si queremos que nuestros jóvenes lleguen a la universidad con algo mínimamente sólido en la mollera.

No es el caso de la segunda medida. Por más que en Portugal hayan decidido implantarla en 2012 y que, al parecer, figurara ya en uno de los borradores de la Logse, nadie la había planteado, que yo recuerde, en los últimos tiempos. Supongo que por simple decencia. En efecto, ¿cómo vamos a prolongar de nuevo el periodo de la enseñanza obligatoria si uno de los grandes dramas de nuestra educación, y especialmente del sistema público, tiene que ver, precisamente, con la anterior ampliación de 14 a 16? Y que conste que el problema no está tanto en la ampliación en sí como en las premisas bajo las que se hizo.

La principal fue la igualdad. Esto es, la creencia de que la educación ha de servir para que todos los alumnos alcancen un mismo nivel de conocimientos, al margen de cuáles sean sus aptitudes y sus méritos. Ese objetivo bárbaro, por cuanto desafía las propias leyes de la naturaleza humana, y que los pedagogos han bautizado con el nombre de comprensividad; ese objetivo, digo, unido a otras derivas del progresismo educativo, es lo que ha convertido nuestras escuelas e institutos en centros asistenciales, cuando no en reformatorios. Como para que encima venga ahora el ministro proponiendo que ampliemos el desaguisado.

Como tengo a Gabilondo por persona recta y competente, me cuesta comprender que ignore todo esto. A no ser, claro, que el cargo le haya llevado ya a interesarse tan sólo por las estadísticas. Y no precisamente por las relativas al nivel de conocimientos, que con la medida no harían más que empeorar —suponiendo que sea posible—, sino por las concernientes al abandono escolar y al desempleo, que esas sí, seguro, mejorarían.

ABC, 31 de octubre de 2009.

No todos somos iguales

    31 de octubre de 2009