Cierto. Y, con la que está cayendo en España desde hace año y medio, ya no es que sea un poco más difícil, es que no hay manera. Y, si no, que se lo pregunten a todos los ciudadanos que han acudido en los últimos tiempos a una entidad bancaria en busca de ayuda y han obtenido, al solicitar el correspondiente paraguas, una negativa como respuesta. ¿Agotadas las existencias, quizá? En absoluto. Sólo que los prestamistas no están dispuestos a dejar más paraguas hasta que no les hayan devuelto los que dejaron cuando hacía sol.
Así las cosas, a nadie debería extrañar que la gente aguce el ingenio. Y que, a falta de bancos tradicionales en que confiar, se invente unos nuevos. O los resucite, para ser exactos. Me refiero a los bancos de tiempo, cuyos orígenes se remontan al anarquismo decimonónico y donde el valor de cambio ya no es el dinero, siempre sujeto a las oscilaciones del mercado y a la laminación interesada de las propias entidades bancarias, sino el tiempo que uno emplea en realizar una actividad cualquiera. Algo así como tanto tardas, tanto vales, y ello con independencia de lo que hayas estado haciendo y de lo que haya estado haciendo la persona que va a intercambiar contigo el producto de su trabajo.
Con todo, los bancos de tiempo actuales responden a un modelo más laxo que el tradicional. Por ejemplo, incluyen el trueque puro y simple de bienes y servicios, con independencia de cuál sea su valor, económico o temporal. Lo único importante es el principio de necesidad: yo poseo o puedo procurarte algo que tú precisas y, como tú posees o puedes procurarme algo que yo preciso, pues lo intercambiamos y tan contentos. Y hasta promueven soluciones híbridas, como las consistentes en animar a unas cuantas familias a asociarse y comprar a mitad de precio determinados artículos tratando directamente con sus productores o fabricantes y saltándose, en consecuencia, a los intermediarios.
De ahí, sin duda, que en las grandes ciudades esos bancos hayan contado desde el primer momento con el apoyo de los ayuntamientos de izquierda. Y es que, aunque a muy pequeña escala, hacen realidad el sueño igualitario de los revolucionarios de antaño: una sociedad sin clases, sin pobres y ricos, sin dinero. O, si lo prefieren, sin lluvia, que es como decir sin necesidad de paraguas.
ABC, 1 de noviembre de 2009.