Algo de eso habría habido que exigirle al Estado español en relación con el caso del Alakrana. Si la razón de Estado —por motivos humanitarios, sociales o del orden que fuesen— aconsejaba ceder al chantaje de los secuestradores, la obligación de los representantes de este Estado era decirlo bien alto. Y asumir, claro, las consecuencias. No valen ni las mentiras, ni los silencios, ni los subterfugios. Afirmar, como hizo el ministro Caamaño, que «España, como país», no había pagado por el rescate es una simpleza que ofende a la inteligencia. ¿Qué significa «España, como país»? ¿Acaso España puede entenderse de otro modo? ¿Como improvisado fondo de reptiles, tal vez? Y el CNI, ¿tiene algo que ver con España?
Por otra parte, esa propensión al engaño de los servidores del Estado se ha visto corroborada, esta misma semana, por la confirmación de que el vicepresidente Chaves mintió al asegurar que su hija no había mediado para que la empresa donde trabaja lograra de la Junta de Andalucía, presidida a la sazón por su padre, una ayuda de más de 10 millones de euros. Y lo más probable es que, dentro de nada, algún otro gestor de lo público, del color político que sea, haga lo propio. Ahora que tanto se habla de regeneración democrática, reformas electorales y pactos contra la corrupción, no estará de más recordar que la primera obligación de un representante político debería ser decir la verdad.
Y no sólo de un representante político. También de cualquier ciudadano cuya actividad pueda tener una incidencia cierta en la sociedad. Como, por ejemplo, esos científicos de la influyente Unión para la Investigación Climática de la Universidad de East Anglia a los que un «hackeo» de su correspondencia electrónica acaba de poner en evidencia. Y es que, mientras públicamente sembraban la alarma con el cambio climático, en privado no hacían más que dudar de sus propias teorías.
ABC, 29 de noviembre de 2009.