Por supuesto, ese país al que aludía Laporta es el mismo que los dos reos contribuyeron a levantar en primera línea, a las órdenes de Jordi Pujol. Eran otros tiempos, es cierto, pero no muy distintos de los actuales. Los casos, entonces, se llamaban Banca Catalana, Pascual Estevill, De la Rosa. Ahora se llaman Pretoria. O incluso Millet. Pero, en lo relativo al mundo convergente, que es donde se ha cocinado casi siempre esta clase de asuntos, tanto entonces como ahora Alavedra y Prenafeta han estado allí, vigilantes. Y activos. Haciendo país, como les pedía Pujol, y haciendo caja. Eso sí, la suerte, ahora, les ha sido esquiva. Y no sólo a ellos. También a quienes, desde el mundo socialista, han sacado tajada del mismo pastel, en lo que constituye una confirmación inequívoca, por si quedaba todavía algún incrédulo, de la existencia de la sociovergencia. O, lo que es lo mismo, de la transversalidad —a cualquier nivel y a cualquier precio— del nacionalismo.
Y ahora ese país, como muy bien decía Laporta, se siente humillado, o sea, herido en su orgullo. No sé si reparan en la trascendencia del hecho. En semejantes circunstancias, cualquier otro país —y denle al concepto la extensión que más les plazca— se sentiría humillado, o sea, avergonzado, confundido, abochornado. Que dos personas que han ocupado los más altos cargos en la Administración durante largos y poderosos años se hallen entre rejas acusados de corrupción no invita precisamente a sacar pecho. Para cerciorarse de ello, basta con que miren a su alrededor. ¿Saben de alguna otra Comunidad Autónoma española, llámese o no país, donde la detención y encarcelamiento de alguno de sus representantes públicos por razones análogas haya provocado una reacción similar? No es el caso de Andalucía, ciertamente. Ni el de Baleares. Que la corrupción, en España, no distingue colores —ni políticos ni territoriales— y empieza a transformase en un fenómeno peligrosamente estructural parece fuera de toda duda. Aun así, el patio catalán es particular.
Porque no es sólo Laporta quien convierte el sonrojo en afrenta, la culpa en honor. Son también los correligionarios de los detenidos. E incluso el silencio cobarde de sus supuestos adversarios, que bastante tienen con apechugar con sus propios corruptos y no piensan levantar, ni por asomo, las alfombras de palacio, no vaya a resultar que escondan algo más que el famoso tres por ciento de ignominia. Y es, claro, la sociedad que cobija a esa clase política y la legitima con su voto o con su indiferencia. Porque la transversalidad del nacionalismo no se limita, como podría suponerse, a los profesionales de la cosa pública; afecta de lleno a lo que se ha convenido en llamar la sociedad civil, que no es sino una sociedad limitada por la pleitesía de la subvención. Y también afecta, aunque sea por exclusión, al resto de los ciudadanos, incapaces de sustraerse a unas reglas del juego que los dejan, invariablemente, al margen del tablero político.
Sostiene Montserrat Nebrera en un libro reciente que José María Aznar le dijo en una ocasión que Cataluña es una sociedad enferma. Algunos testigos del encuentro niegan que el ex presidente del Gobierno pronunciara estas palabras. Las haya o no pronunciado, lo cierto es que difícilmente hallaríamos expresión más justa para calificar el estado del cuerpo social catalán. Se trata, en efecto, de un estado catatónico, esto es, carente de voluntad y de movilidad. Y la catatonía —lo indica cualquier diccionario— se da en determinadas enfermedades psiquiátricas. Otra cosa es que el enfermo sea consciente de ello. Las patologías crónicas —y esa lleva décadas ahí metida— terminan por volverse opacas, irreconocibles.
Actualidad Económica (núm. 2684, 20-26 de noviembre de 2009).