Lo cual nos lleva a cometer errores de apreciación. Es tanto nuestro convencimiento de que sentamos un precedente histórico, que nos cuesta entender que las cosas, en otras partes del mundo —incluso si este mundo es el europeo—, pueden haber cogido otros derroteros. Así ocurre, por ejemplo, con lo acontecido hace dos décadas en los llamados «países del Este». A primera vista, y salvando, por supuesto, cuantas distancias haya que salvar entre la dictadura que sufrimos y la que sufrieron esos países, el proceso fue muy similar. Las imágenes hablan por sí solas: grandes manifestaciones, alegría por doquier, ausencia casi absoluta de violencia. En una palabra, libertad sin ira —o con la ira, excepto quizá en Rumanía, suficientemente contenida—. Si acaso, más precipitado lo suyo, más explosivo, y más dilatado lo nuestro. Pero, en definitiva, y ciñéndonos al ámbito de lo político, un panorama bastante parecido.
No así en los demás ámbitos. Como muy bien observó Valentí Puig hace ya más de un lustro, el desplome del Muro de Berlín significó el triunfo de «la conexión intrínseca entre propiedad y libertad». O sea, el triunfo de la libertad en un sentido amplio. De la libertad de salir del país y tomar el rumbo que uno desee, de la libertad de reunirse en casa con quien a uno le apetezca y sin sentirse vigilado, y, por encima de todo, de la libertad de poseer y de elegir lo que uno posee. Si bien se mira, puede que el significado profundo de la caída del Muro esté en el recuerdo que esa joven berlinesa del este —contaba ocho años cuando el régimen de Erich Honecker se derrumbó— guarda de aquellos tiempos proteicos. Se concreta en un supermercado, en el estante de un supermercado. Y en la presencia, insólita, maravillosa, de cinco marcas distintas de chicles. Un tesoro. La posibilidad de elegir, de no tener que andar por la vida mascando siempre lo mismo, tragando siempre lo mismo.
ABC, 8 de noviembre de 2009.