E indica todavía algo más, no por obvio menos importante: que todos esos cuadros nuestro coleccionista, en su afán por blanquear parte de sus inconfesables ganancias, los había adquirido en algún sitio. Lo más probable es que este sitio fuera el mercado negro, donde lo único que cuenta, al cabo, es la autenticidad de la pieza y el fajo de billetes que uno está dispuesto a pagar por ella. A juicio de los entendidos, ese mercado —en el que abundan, entre otras firmas, los picassos y los mirós— puede llegar a mover al año unos 5.000 millones de euros. Pero tampoco hay que descartar que «Luigi», o quien fuera que actuara en su nombre, comprara la mercancía —o, como mínimo, parte de ella— en dependencias más nobles. Por ejemplo, en determinadas galerías o a determinados galeristas. En el supuesto, bastante probable, de que no quisiera dejar rastro alguno de la transacción, nada mejor que acudir a un sector de negocio en el que los pagos se hacen, muy a menudo, en efectivo y sin papeles.
Y es que el mundo del arte ha sido siempre de una opacidad pasmosa. Por descontado, no en su totalidad. Pero las conductas rectas, por desgracia, no alcanzan a blanquear las que no lo son. Con ese mundo pasa como con el inmobiliario: quien se acerca a él lo hace a sabiendas de que el trapicheo no depende más que de la suma de dos voluntades, la del vendedor y la del comprador. Y con la sospecha, fundadísima, de que esa suma, habiendo negocio de por medio, no va a resultar muy costosa. De ahí que sorprenda el poco celo puesto por el Gobierno —por este y por cuantos le han precedido— en el control de esa clase de operaciones o, lo que es lo mismo, en la detección del fraude, por pequeño que sea. ¿Será que confunde el negocio con el arte?
ABC, 15 de noviembre de 2009.