(A Verónica Puertollano)
Lejos de mi intención meterme con la rueda. ¿Qué sería de nosotros si no existiera? Ahora bien, una cosa es la rueda y otra las ruedas. Y, sobre todo, las ruedas en la ciudad. De acuerdo: tiene que haber transporte público y este, por desgracia, no puede ser siempre subterráneo o aéreo. Pero el resto de las ruedas imaginables están de más, por lo que deberían eliminarse sin contemplaciones del espacio público urbano. La ciudad es para el que se la pasea. O para el que se la patea. O sea, al paso y a pata. Y ese ciudadano no tiene por qué sufrir, cada dos por tres, la embestida de las ruedas. Sobre todo cuando el peligro no queda ya limitado al cruce de la calzada, sino que alcanza aceras, parques y jardines. De ahí que no pueda más que aplaudir a Alberto Fernández Díaz cuando afirma que las bicicletas, «las sacaría de Barcelona». Lástima que después el concejal se haya sentido obligado a precisar que sólo sacaría las «incívicas que circulan por las aceras». El problema no es si las bicicletas son cívicas o incívicas; el problema son las ruedas. Déle usted al ciudadano más cívico una bicicleta y verá de lo que es capaz. Entre otras razones, porque el uso de ese medio de transporte cuenta con todos los plácemes de la sociedad contemporánea. La bicicleta es portadora de valores: no contamina, ni atmosférica ni acústicamente, facilita la práctica del deporte y hasta realza la figura —aunque esto último, todo hay que decirlo, no siempre está garantizado—. ¿Quién puede ver algo malo en su uso? Ciertamente, sólo el que lo padece. Porque son en gran parte esos atributos buenistas los que invitan a los ciclistas a moverse por la ciudad sin reparar en norma alguna, invadiendo las aceras, usando las calzadas en sentido contrario al del tráfico e incluso llevándose por delante, si la ocasión lo requiere, algún peatón.
En realidad, la única bicicleta propia de una ciudad es la estática. O la elíptica, que encima, según dicen, te deja un cuerpo diez.
ABC, 16 de junio de 2012.