Hubo un tiempo en que en Cataluña sólo se mentaba a la madre. Fue un tiempo largo. Casi un siglo. Empezó allá por 1888, cuando la primera Exposición Universal de Barcelona, y terminó en 1980, con la llegada de Pujol y los suyos al Gobierno de la Generalitat. En todo este tiempo el llamado problema de la lengua fue siempre un problema claustral, de claustro materno. El catalanismo reclamaba el derecho al uso público y a la enseñanza del catalán, o sea, del idioma que hablaban en familia aquellos a quienes se tenía por catalanes —el resto, aunque vivieran en Cataluña, eran forasteros, murcianos, charnegos y demás ralea, hasta que a alguien se le ocurrió edulcorarlos con el mote de «los otros catalanes»—. El catalanismo lo reclamaba con ahínco y el Estado se lo negaba de igual modo, excepto cuando la Mancomunidad y la República. Semejante reclamación descansaba en la creencia ¬—una creencia discutible, pero universal: nada como el idioma materno para ser escolarizado— y en la demografía ¬—el número de catalanohablantes, o sea, de catalanes, era muy superior—. Todo esto empezó a cambiar con la última oleada inmigratoria, la del desarrollismo franquista. Como el nacionalismo estaba perdiendo la partida demográfica, dejó poco a poco de mentar a la madre, se agarró al territorio y consideró catalán a todo quisque que viviera y trabajara en Cataluña. El paso siguiente, una vez en el poder, fue convertir el idioma recién exclaustrado en el único de la escuela y de cuantos ámbitos dependen de la Administración autonómica. Y luego, por obra y gracia del nuevo Estatuto, el nacionalismo quiso legalizar la chapuza. Pero el Constitucional no cedió. Y el Supremo, desde entonces, ha ido recordando, sentencia a sentencia, qué dicen las tablas de la ley, sin que la Generalitat se haya dado por enterada. No sé hasta dónde vamos a llegar, pero yo, del nacionalismo, retomaría pronto la teoría del claustro materno, no vaya a ser que al final ni madre les quede.

ABC, 30 de junio de 2012.

Mentar a la madre

    30 de junio de 2012