La cosa está así. El PP interpone en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) un recurso contra el Reglamento de Uso de la Lengua Catalana del Ayuntamiento de Barcelona, y el mencionado Tribunal, dos años más tarde, le da en buena medida la razón al estimar que el catalán no puede ser una lengua de uso preferente. El resto de los partidos representados en el Consistorio reaccionan acusando al PP de crear un problema donde no lo hay, de constituir con los jueces «una coalición hostil (…) en contra del catalán» y de querer «ganar en los tribunales lo que no gana en las elecciones». Por otra parte, cuatro familias residentes en Cataluña ven reconocido por el propio TSJC, después de algunas escaramuzas judiciales, su derecho a que sus hijos sean escolarizados en castellano. Al punto, la consejera de Educación del Gobierno de la Generalitat, tras anunciar que recurrirá contra el fallo del Tribunal pues, a su juicio, ofrece ocasión a cualquiera para reclamar ese mismo derecho en cualquier tramo educativo, afirma que los alumnos cuyos padres han acudido a la justicia ya reciben una atención personalizada en castellano y, si acaso no la reciben, es porque ya la han recibido o no les corresponde.
Como se ve, la confrontación sigue abierta. A un lado, un puñado de ciudadanos, amparados en la justicia y en un partido político, tratando de hacer valer sus derechos. Al otro, el poder municipal y autonómico, amparado en la transversalidad del catalanismo, negando esos derechos y anteponiéndoles unos supuestos derechos colectivos. Sobra decir que el pleito es insultantemente desigual. No sólo por una cuestión de número; también porque el poder dispone de la máquina administrativa, lo que equivale en la práctica a un armazón totalitario, y de unos medios de comunicación generosamente sufragados y dispuestos, en consecuencia, a complacer al amo. Pero no queda más remedio que insistir, aunque sólo sea por dignidad.
ABC, 2 de junio de 2012