Por supuesto, que nuestra guerra civil sea motivo de pública controversia, cuando no de trifulca ideológica, no sorprende ya a nadie. Desde que el anterior presidente del Gobierno tuvo a bien reabrir la caja de los truenos, lo que había sido hasta entonces un debate acotado en gran parte al ámbito académico se convirtió en una suerte de disputa enconada, animada la mayoría de las veces por el mero resentimiento, que invadió los campos legislativo y judicial y encontró en los medios de comunicación el consiguiente altavoz. Por lo demás, en ese desbordamiento de pasiones, la bilis segregada, lejos de favorecer la digestión del problema, no hizo sino cronificarlo. Y así seguimos.
Afortunadamente, en todo este tiempo no han faltado voces que han advertido de la impostura que supone anteponer los juicios a los hechos, amoldar la realidad a las conveniencias. Pero han sido las menos. Lo que más ha abundado es el intelectual que Jean-François Revel denunció tan a menudo en sus textos, el que renuncia de entrada a buscar la verdad y sólo aspira a imponer su concepción del mundo a sus conciudadanos. Nos ha faltado un Orwell, en definitiva, con su «Homenaje a Cataluña», acaso uno de los libros más bellos y honestos jamás escritos sobre la guerra civil española. Aunque, puesto que estamos en España y felicitándonos por la concesión del último Mariano de Cavia, quizá mejor sería afirmar que nos ha faltado un Chaves Nogales. Y es que el periodista sevillano, ganador del premio en su edición de 1927, constituyó por sí mismo un ejemplo de eso que tanto echamos en falta hoy en día en nuestra sociedad: alguien que en los momentos de mayor tribulación, en vez de esconderse y callar o de dejarse llevar por la corriente, alza la voz para decir la verdad y defender lo que es moralmente justo. O sea, un intelectual.
Manuel Chaves Nogales fue merecedor de ese nombre a lo largo de toda su carrera —lo que equivale a afirmar, por cierto, que se mantuvo fiel en todo momento a su condición de periodista—. Pero esa virtud no se puso en verdad a prueba hasta la llegada de la guerra civil. Los primeros meses los pasó Chaves en Madrid, entregado a las labores periodísticas en una cabecera de la que seguía llevando la dirección, por más que ya no rindiera cuentas a su legítimo propietario, que había tenido que huir para salvar la piel, sino al comité obrero que se había incautado del diario. Durante ese tiempo su vida corrió peligro; no en vano, en los años inmediatamente anteriores Chaves había denunciado en sus escritos lo mismo el totalitarismo de derechas que el de izquierdas, y eran entonces estos últimos, esto es, socialistas, comunistas y anarquistas, quienes mandaban y ejercían el terror en la ciudad, y los primeros, quienes la bombardeaban sin piedad. Aun así, el periodista aguantó en Madrid lo que el Gobierno de la República; ni una hora más, ni una hora menos. Y cuando este, a comienzos de noviembre del 36, huyó a Valencia, Chaves hizo lo propio, para seguir al poco hasta Barcelona, donde recogió a su familia y emprendió el camino del exilio.
Ya instalado en los arrabales de París, el periodista dio forma definitiva a los textos que acabarían componiendo «A sangre y fuego». Son relatos basados en lo que él mismo había visto y oído en Madrid y en lo que le habían contado de otras partes de España, tanto en un bando como en otro. Son relatos del frente y de la retaguardia, relatos llenos de horror, de sangre y de fuego, y protagonizados, como indica el subtítulo de la obra, por héroes, bestias y mártires. Lo que no significa, claro, que su valor guarde relación con una equidistancia cualquiera. Sólo con la verdad y con el compromiso de narrarla. Al fin y al cabo, ese «pequeñoburgués liberal» —como se definía el propio Chaves Nogales en el prólogo del libro— era antes un demócrata que un republicano, por lo que no ignoraba que no encontraría acomodo en ninguno de los dos extremismos en liza, fuese cual fuese el que terminara por imponerse.
Y fue esa condición la que le llevó a seguir porfiando, desde el exilio mismo, por el cese de las hostilidades en España. En este sentido, la difusión de los relatos de «A sangre y fuego» —en la prensa primero, ya desde comienzos de 1937, y luego reunidos en volumen—, si bien no sirvió para parar la guerra, sí evidenció, ante el mundo entero, el horror de la contienda. Y cuando esta acabó como acabó, no por ello Chaves calló. Sus artículos continuaron apareciendo en la prensa europea y en la de Hispanoamérica, y nunca dejaron de sostener los mismos valores que le habían llevado a abandonar España en noviembre de 1936: los de la democracia y la libertad. La propia invasión de Francia por Alemania en junio de 1940 le pilló defendiéndolos con la pluma en París, por lo que, ante la amenaza cierta de la Gestapo —que no tardaría ni unos días en intentar prenderlo—, resolvió refugiarse en Londres junto a lo que quedaba del Gobierno francés.
En la capital inglesa escribiría esa pequeña obra maestra titulada «La agonía de Francia», a medio camino entre la crónica y el ensayo político, y cuyo propósito no era otro que mantener viva «la lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización (…), de la mentira contra la verdad». Y en la capital inglesa seguiría luchando Chaves hasta su muerte, en 1944, a los 47 años, no muy lejos de donde Orwell combatía con las mismas armas y por los mismos valores. En tiempos como los actuales, en los que la penuria intelectual no le va a la zaga a la económica, recordar su ejemplo no sólo es un acto de justicia; es también un homenaje a un hombre íntegro y valiente, a un excelente periodista y a una condición, la de intelectual, sin la que difícilmente podría concebirse la democracia.
ABC, 15 de junio de 2012