Entre las muchas contraprestaciones que se han barajado estos días para que Carles Puigdemont acabe dando su apoyo a una futura investidura de Pedro Sánchez –ya saben: amnistía para el prófugo y para cuantos estén pendientes de juicio por el llamado Proceso; convocatoria de un referéndum de autodeterminación; condonación de la deuda de la Comunidad Autónoma con el Estado; creación de un concierto económico similar al vasco, y un larguísimo etcétera–, está la relativa a la lengua. O sea, al uso del catalán en las Cortes, como si la oficialidad que el idioma tiene reconocida a través de la Constitución y los correspondientes Estatutos de Autonomía de Cataluña y Baleares en los territorios respectivos pudiera y debiera extenderse a las cámaras representativas del conjunto del pueblo español. Hasta hoy, dicho uso ha estado limitado al Senado, la cámara de representación territorial, y sólo en fechas señaladas.
La propuesta, planteada hace una semana por Yolanda Díaz en su afán por allanar el camino de un acuerdo con el irredentismo catalán, incluye también, por supuesto, las demás lenguas cooficiales. No estamos, pues, ante ninguna novedad. Al contrario, no ha habido legislatura, que yo recuerde, en que el reclamo de la utilización en el Congreso de esas lenguas que podríamos calificar de asistidas –aunque no sea más que por lo que nos cuesta que sigan respirando– no haya contado con su correspondiente iniciativa parlamentaria. Y si bien todas se han saldado con el fracaso, han permitido al menos a los nacionalismos desahogarse, reivindicarse ante sus propias huestes y mantener viva la llama del agravio, que siempre calienta más que la de la esperanza. Es muy probable que en este caso la propuesta no prospere por razones puramente prácticas y de coste, pero con Sánchez y sus apremios para conservar el poder, si finalmente Feijóo no es investido, nunca se sabe. Sea como fuere, la propuesta permite volver sobre un asunto que, al vincularse con la progresiva influencia del nacionalismo en la política española, ha adquirido un protagonismo que no hace sino laminar cada vez más nuestra democracia.
Existen por lo menos tres motivos para rechazar la ocurrencia de la siempre ocurrente vicepresidenta en funciones del Gobierno y líder del corralito bolivariano de Sumar. El primero es de orden estrictamente legal. En España no hay otra lengua oficial que el castellano, tal y como prescribe la Constitución. Las demás sólo son oficiales en las comunidades autónomas cuyo Estatuto así lo establece –y siempre en concurrencia con la española–. De ahí que un uso generalizado en las Cortes resulte contrario no sólo al reglamento de las cámaras, sino al propio concepto de oficialidad emanado de la Carta Magna.
El segundo motivo es de orden sociolingüístico. En España no hay otra lengua común que el castellano o, si lo prefieren, español. Cuando Puigdemont o Junqueras se reúnen con Urkullu u Otegi, pongamos por caso, no tienen más remedio que recurrir al español para entenderse. El español es la única koiné del Estado –y de mucho más allá, si tomamos en consideración el conjunto del ámbito hispanohablante–. Es más, en todos los Estados de Europa donde se habla más de una lengua y se reconoce su oficialidad o cooficialidad, no existe caso igual. Ninguna de esas lenguas –en Bélgica, en Suiza, en Luxemburgo– puede considerarse como la lengua de comunicación entre todos los ciudadanos del Estado en cuestión. Sólo el español posee ese atributo.
Y el tercer motivo complementa en cierto modo el anterior. ¿Cómo puede siquiera plantearse un político, incluso si es de luces cortas como en el caso de Díaz, una propuesta de este tipo, cuando resulta que en muchas de las comunidades autónomas con lenguas cooficiales el español es excluido de las instituciones y su uso erradicado de los centros de enseñanza y de los medios de comunicación públicos? ¿Cómo puede llegar a proponer lo que propone si los respectivos gobiernos autonómicos desobedecen o tratan de burlar las sentencias judiciales en connivencia con el Gobierno central?
Diez años atrás, año más, año menos, un grupo de amigos y conocidos residentes la mayoría en Cataluña lanzaron una iniciativa consistente en proponer a los partidos políticos la elaboración de una ley de lenguas que permitiese, de un lado, el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso y el Senado y que garantizase, del otro, que la lengua común fuera también, junto a la cooficial, lengua institucional y de la enseñanza en las comunidades autónomas donde se diera esa concurrencia. Creían de buena fe en el trueque: lo uno a cambio de lo otro. Hace tiempo que no sé de ellos. Muchos, me consta, andan enfrascados –lo mismo en Cataluña que en Baleares– en la defensa de los ciudadanos que reclaman sin éxito una enseñanza también en español y en la denuncia de los abusos a que la administración regional los viene sometiendo. Pero dudo mucho que, ante lo vivido de entonces para acá, les haya pasado siquiera por la cabeza retomar aquella iniciativa en la que veían la solución a todo estos males vinculados al idioma y, en definitiva, a la perversión del nacionalismo.