No entiendo el empecinamiento bienintencionado de algunos comentaristas de la actualidad o expolíticos socialistas al abogar por una gran coalición entre los dos partidos mayoritarios. No lo entiendo ahora, como no lo entendía antes de conocer el desenlace de las pasadas elecciones. Aunque no se trate en puridad de un argumento, tal supuesto no se ha dado nunca en la actual democracia, cuando menos a escala nacional. Sólo existe un caso en el ámbito regional, y no fue propiamente de gran coalición de gobierno, sino tan sólo parlamentaria. Sucedió en 2009 en las autonómicas vascas, cuando la suma de los escaños entre PSOE (25) y PP (13) alcanzó la mayoría absoluta requerida para la investidura (38) y facilitó, por primera y única vez, la formación de un gobierno no nacionalista. El socialista Patxi López fue investido lendakari y el popular Antonio Basagoiti le brindó durante toda la legislatura un leal y abnegado apoyo.
Habrá quien objete que, puestos así, algo parecido ocurrió en 2016 en el Congreso de los Diputados, cuando la cerrazón de un Pedro Sánchez que se negaba a facilitar la investidura encastillado en su “no es no” provocó aquel bochornoso Comité Federal, la dimisión del propio Sánchez como secretario general del partido, la formación de una gestora presidida Javier Fernández y, ante la decisión tomada de favorecer con la abstención socialista la investidura de Rajoy, la renuncia del ya exsecretario general a su acta de diputado. Como se ve, la posible analogía se desvanece cuando se repara en que lo del País Vasco fue un voto afirmativo y duradero –por más que Patxi López decidiera acortar en 2012 un año la legislatura–, mientras que lo del Congreso quedó en una simple abstención de un grupo socialista roto por dentro y por fuera.
Valga lo anterior para alejar toda esperanza de un acuerdo de similar naturaleza en la hora presente. En la medida en que el sacrificio –o, siendo menos dramático, la generosidad– debería proceder de las filas socialistas, sería un verdadero milagro que sus dirigentes pensaran por un momento en el interés general –como hizo el PP en el País Vasco– y no en el suyo propio. Y no únicamente por el liderazgo autocrático de Sánchez en el partido y la imposibilidad de que se repita lo de octubre de 2016; también y sobre todo por la demonización a la que la izquierda de este país ha sometido siempre a la derecha, como si la alternancia en el poder no fuera algo habitual y hasta conveniente en un régimen democrático, sino una alteración genética tan imprevista como indeseable.
Todo indica que Sánchez tiene ya medio atada su investidura, mientras que Feijóo difícilmente podrá asegurar la suya. Habrá que ver si tras las preceptivas consultas que abrirá el Rey al poco de constituirse las Cámaras, al candidato popular –que ya ha manifestado, al igual que el socialista, su voluntad de presentarse a la investidura– se le ofrece al menos la oportunidad de someterse al refrendo de los diputados. Al margen de cuál fuera el resultado de la votación, la simple posibilidad de defender en sede parlamentaria y sin límite de tiempo un programa de gobierno como el que cabe deducir del programa de su partido y de lo manifestado con reiteración por el propio Feijóo a lo largo de los últimos meses supondría ya la escenificación de una victoria y una gobernabilidad futuras. Y supondría, en particular, la confrontación dialéctica con un Sánchez que ya no podría cortarle en el uso de la palabra ni recrearse en sus conocidos aspavientos de falsario herido en su honor.
Pero la intervención de Feijóo debería incidir sobre todo en lo esencial, es decir, en el hecho incontrovertible de que Sánchez, caso de presentarse también a la investidura y salir elegido presidente, no podría sino conformar un gobierno que le haría rehén, más incluso que en los últimos años, de quienes ansían destruir por todos los medios, sin excluir siquiera los violentos, la propia Nación española. Rehén interesado, sin duda, pero rehén al cabo. Y no hace falta añadir, supongo, que un gobierno de la Nación en manos del separatismo es lo más parecido –llevamos un lustro comprobándolo– a un mueble viejo roído por una plaga de termitas.