Hay algo a lo que deberíamos irnos acostumbrando, nos guste o no, si no queremos andar de sobresalto en sobresalto. Hoy por hoy, España está en manos de un prófugo, de un sedicioso, de un delincuente. Lo de mañana por la mañana, esa reunión de la ejecutiva de Junts para decidir el sentido del voto de sus siete diputados dos horas antes del inicio de la sesión constitutiva de la XV legislatura en el Congreso y el Senado, mientras tanto PP como PSOE han convocado hoy mismo a los suyos, no es más que un primer indicio de lo que nos aguarda. En palabras del prófugo –y, al cabo, único decididor de la postura que termine adoptando su partido–, se trata de que Pedro Sánchez “mee sangre” si quiere obtener los votos que precisa para controlar la Cámara. Y quien dice Sánchez dice Feijóo, suponiendo que también llegara a pedírselos. Como escribió en junio de 2018 Agustí Colomines, aquel enajenado devoto de Puigdemont que meses después se lamentaría de que no hubiera habido muertos en Cataluña porque ello retrasaba la independencia, la misión del soberanismo catalán es hacer “mear sangre al Estado y a los unionistas”.
¿Qué acabará decidiendo mañana a primera hora el de Waterloo? Poco importa. Aunque la composición de la Mesa del Congreso condicione el discurrir de una legislatura, el interés de Puigdemont y los suyos –al contrario que el de ERC, por ejemplo, partidario de los pactos con el socialismo lo mismo en Cataluña que en el conjunto de España– es desestabilizar el Estado, hacerle “mear sangre”. En estos momentos –ríanse de los exetarras de Bildu, encantados con sus logros–, Junts es el verdadero partido antisistema. De ahí que su máximo objetivo vaya a ser en lo por venir aprovechar su capacidad decisoria para dilatar al máximo los tiempos. Lo de este jueves no pasa de un aperitivo. Engañoso, por otra parte. Muchos creen que los resultados que arrojen las votaciones van a prefigurar los que se den en una futura investidura. En el caso del septeto de Junts no tiene por qué ser así. El voto de los independentistas más xenófobos –en el supuesto de que en este ámbito pueda establecerse algún ranking fiable– se amoldará en cada circunstancia a lo que mejor contribuya a mantener y acrecentar la incertidumbre. O sea, la inestabilidad.
Así las cosas, de nada sirve consolarse soñando con un sistema electoral distinto, mucho más proporcional –y, por lo tanto, justo– que el que rige en estos momentos. O con un Estado donde la ley merezca el máximo respeto. O con una separación de poderes que vaya más allá de una mera conjetura. O con una gran coalición que nos saque de la dependencia de unas fuerzas políticas centrífugas que, aunque minoritarias, se bastan y se sobran para anteponer sus intereses, siempre mezquinamente particulares, al interés general. Tanto el PSOE como el PP han dispuesto de décadas para promover las reformas imprescindibles para que lo que está pasando en España no llegara nunca a pasar. Y a un acuerdo programático entre las partes que abordara esta asignatura pendiente, unos y otros han antepuesto en todo momento –más los socialistas que los populares, ciertamente– el beneficio que resulta del ejercicio privativo del poder, presente o futuro.
Mientras tanto, nuestra vida política tiene hoy su epicentro en Bélgica. Pero no en Bruselas, bajo el amparo y la disciplina de la Comisión Europea, sino en Waterloo, regida por la batuta caprichosa de un personaje sobre el que pende una orden de detención por los delitos de desobediencia y malversación. Lo comprobaremos sin duda mañana mismo. Y mucho me temo que también en los próximos meses, termine como termine ese largo interludio de provisionalidad. Confiemos en que para entonces al Estado le quede todavía alguna gota de sangre.