El nacionalismo catalán, como todo nacionalismo que se precie, ha tenido siempre en gran estima su lengua. O sea, la que ellos designan como propia y que no es sino aquella en la que se expresa comúnmente bastante menos de la mitad de la población residente en Cataluña. Aunque eso tanto les da a los devotos. Esta lengua y no la otra es la auténtica, la genuina, la que los identifica y singulariza, y a la que, por supuesto, veneran. Hubo un tiempo en que ese culto cuasi totémico por la palabra compartía protagonismo simbólico con el que se rendía a la escritura. Pero de ese tiempo debe de quedar ya muy poco, a juzgar por la incuria con que tantos se despachan hoy en día a la hora de escribir, sean nacionalistas o no.

El caso es que si la lengua catalana ya era por sí misma un hecho diferencial, la escritura no le andaba a la zaga. Y de todos los signos que quedaron establecidos tras aprobarse la reforma ortográfica llevada a cabo por Pompeu Fabra hace algo más de un siglo, uno en concreto mereció, por su rareza, el máximo cariño de la tribu: el llamado punt volat (punto medio). Ese punto aparece entre dos eles –tal que así, l·l– y el dígrafo resultante debería pronunciarse como una doble ele, si efectivamente se pronunciara. Y es que, excepto en alguna aislada y muy respetable variante dialectal, no existe diferencia ninguna entre el sonido de la ele simple y el de esa ele doble suturada por el punt volat. Lo cual, sobra añadirlo, confiere al dígrafo en cuestión y a su puntito un aura de misterio parecida, en lo que al sonido se refiere, a la que según Julio Camba producían aquellos blancos que la censura dejaba, hace también cosa de un siglo, en las hojas del periódico: el de “las prosas imaginarias, tan superiores siempre a las reales”.

Pero está visto que no hay hecho diferencial que cien años dure. En Francia, que sigue siendo para tantas cosas el salvavidas de cuantos creemos que los valores de la ilustración además de asumirlos hay que defenderlos, la expansión del punt volat ha pillado a las instituciones con la guardia baja. En fin, allí no lo llaman punt volat, claro, sino point médian, pero, aunque su uso difiera, para el caso es lo mismo. Y la constatación de que esa expansión empezó justamente en otoño de 2017 y en un manual escolar de historia, esto es, coincidiendo con el punto álgido del Procés y en un ámbito parecido al que le sirvió a este de caldo de cultivo, da que pensar. Sea como sea, el point médian lo que simboliza no es una identidad nacional, como el punt volat para los almogávares catalanes, sino una identidad de género. Del género tonto, me atrevería a decir –un calificativo, por cierto, que conviene tanto a esta identidad como a la primera–.

Pues bien, resulta que dicho libro de texto se redactó en lenguaje inclusivo. Y como todo lo malo se pega, enseguida hubo administraciones y organismos públicos que hicieron lo propio, cosa que certifica, a un tiempo, la existencia del contagio y la gravedad de la situación. Pero a estas alturas del artículo se preguntarán, con razón, qué demonios tiene que ver el punto medio de los franceses con el código inclusivo. Les cuento. Lo del “él/ella”, “todos/todas”, etc., de nuestras latitudes es un juego de niños en comparación con los efectos del virus sobre la langue française. No es que allí no se dé; es que se trata de un estadio superado. Los franceses se encuentran ya en una nueva fase, en el equivalente a lo que sería la utilización por escrito de una forma amalgamada del tipo “esosas” por “esos/esas”, o “tododas” por “todos/todas”. Pero aún hay más. Una tercera fase –y ojalá no nos encontremos nunca en ella–. Figúrense que en un documento oficial se topan de pronto con este encabezamiento: “Estimad·o·a·s  elector·e·a·s”. Pues eso ocurre ya en Francia. Acaso estemos ante un código inclusivo, no lo niego. Pero a mí, qué quieren, al código que más me recuerda es al cuneiforme.

Así las cosas, no me extraña que 65 diputados –y cuando digo diputados digo también diputadas, claro– de la Asamblea Nacional francesa, pertenecientes al centro y a la derecha republicana, hayan presentado una proposición de ley en cuyo artículo único se insta a prohibir en los documentos administrativos el lenguaje inclusivo, aquel que tiene como propósito –indica el propio texto– “sustituir el uso del masculino, cuando es utilizado en un sentido genérico, por una grafía en la que resalte la existencia de una forma femenina”. Y no me extraña que haya ocurrido, porque se trata de Francia, donde, por ejemplo, los 65 firmantes de la proposición son aún identificados en el documento con un simple y genérico “députés”, sin que por ello dejen de tener los mismos derechos y deberes. Es de esperar, en definitiva, que su iniciativa fructifique y esa proposición acabe convirtiéndose en ley.

El género ataca, sin pararse en mientes. Y con él, por desgracia, la estupidez. De ahí que convenga tomar nota de lo sucedido en Francia en estos últimos años con el lenguaje inclusivo. Estamos, como en el caso del punt volat catalán, ante una instrumentalización perversa del lenguaje. Lo que debería servir ante todo para comunicar, para unir, se usa para separar, para identificar, ya sea la nación, ya sea el género. Por estos lares, que yo sepa, no existen todavía puntos medios en libros o documentos vinculados a la Administración. Pero tenemos desde hace años, por ejemplo, la famosa arroba asexuada (@), a la que seguro que la ministra Irene Montero y sus niñeras no hacen ascos. Razón de más para desear que, llegado el caso, la clase política española libre de contaminaciones identitarias muestre una determinación parecida a la de esos 65 diputados franceses.

(VozPópuli, 4 de marzo de 2021)