Hace un montón de años, pongamos que unos treinta, tuve relaciones –consentidas, por supuesto– con unos cuantos profesionales de la normalización lingüística en Cataluña. Los tiempos eran otros, pero ya entonces el objetivo perseguido se concretaba en el sintagma “cambio lingüístico”. Un cambio que sólo podía darse en un sentido: de la lengua impropia a la propia, estatutariamente hablando. En otras palabras, los castellanohablantes tenían que ir dejando a un lado su lengua materna para abrazar la adoptiva, o sea, la catalana. ¿La razón? Si no lo hacían, el catalán desaparecería. Era, pues, una cuestión vida o muerte… de una lengua. Y tal justificación lo mismo podía oírse en boca del presidente Pujol que del último mono del nacionalismo de baja intensidad.
Como es natural, el Gobierno de la Generalidad era el que disponía de las armas para llevar a cabo la tarea. Me refiero, obviamente, a las competencias en educación. En aquel entonces la implantación del modelo de inmersión lingüística en catalán contaba ya con cierta cobertura legal, pero las políticas cambiarias se hacían con suma prudencia, o sea, como quien no quiere la cosa pero no le queda más remedio que recurrir a semejantes prácticas impositivas por el bien de una lengua que, de lo contrario, podía terminar, decían, tan muerta como el latín. Y, qué demonios, también por el bien de unos pobres niños, los castellanohablantes, que no tenían culpa alguna de que sus padres no les hubieran transmitido el amor por “la lengua del país”. El catalán era signo de integración, de pertenencia, de cultura, de progreso; de cohesión social, en definitiva. Y el gobierno autonómico no iba a cejar hasta lograr que el cambio lingüístico alcanzara un porcentaje significativo de la población castellanohablante.
El primer estadio era la educación infantil y primaria. La escuela, vaya. Y no se trataba de que los niños hablaran catalán en clase, eso se daba por descontado, y de que, en la medida de lo posible, lo utilizaran en el recinto escolar, sino de que se llevaran la nueva lengua a casa, al ámbito familiar, para que sus progenitores –que ya recibían las circulares del centro sólo en catalán, lo entendieran o no, y eran convocados a reuniones en las que el maestro o el director no les hablaba en otro idioma que no fuera el considerado “propio”– se vieran poco a poco empujados a aprender y usar el catalán para poder ayudar a sus vástagos en las tareas que se les encomendaban. El cambio, pues, era doble; primero el niño, luego los padres. Y todo con un propósito benemérito que el niño, al que se había masajeado a conciencia en el aula, inculcaba luego a sus padres: el de contribuir a salvar un idioma vulnerable, en vías de desaparición, como un osezno pardo de los Pirineos.
Esa utilización de los niños como señuelo y correa de transmisión tras haberlos ahormado a conciencia no ha hecho más que intensificarse desde entonces. Y del mismo modo que se ha intensificado, se ha diversificado. Ya no es únicamente la lengua –catalana, vasca, gallega, asturiana, leonesa, aragonesa; cualquiera mientras pueda etiquetarse de minoritaria– lo que está, dicen, en peligro. Ahora es el mundo entero. Tengo una amiga que anda muy mosqueada con el asunto, por lo que tiene de intervencionismo en la vida privada y familiar. Resulta que a su hijo de diez años le sermonean a diario en la escuela con esos temas que tanto preocupan hoy en día al común: que si hay que huir del plástico como de la peste; que si el agua es un bien escaso y no puede malgastarse; que si la energía debe ser renovable sí o sí; que si el mar es un sumidero con una fauna y una flora alarmantemente menguantes… Mi amiga procura, como es lógico, predicar con el ejemplo y comportarse ante su hijo como una madre responsable y respetuosa con el medio ambiente. Pero el otro día el niño le vino con que el planeta estaba malito y todo por nuestra culpa. Y ahí sí que no, añadía mi amiga.
Vivimos tiempos apocalípticos. Hoy todo son emergencias: climáticas, habitacionales, migratorias. Los primeros en proclamarlas y en meternos a todos el miedo en el cuerpo son, por supuesto, los políticos, siempre interesados en tener a los ciudadanos atados y bien atados, y los medios de comunicación que, consciente o inconscientemente, asumen y propagan sus mensajes. Si no hacemos algo, vienen a decir nuestros representantes públicos, este mundo –como predijo aquel ministro de Cultura de efímera presencia– se va al carajo. Pero gran parte de esos políticos se han formado ya en ese caldo ideológico, donde la izquierda y el nacionalismo comparten hegemonía. Desde que la escuela educa y no enseña, desde que no transmite afán ninguno por el conocimiento, lo que en verdad está en peligro no es el planeta, sino el cultivo de la libertad, empezando por la de pensar. En La libertad de expresión y por qué es tan importante (Alianza, 2022, con prólogo de Rebeca Argudo), Andrew Doyle alude a un estudio realizado en el Reino Unido entre el personal docente de educación superior y publicado en 2017, según el cual “menos del 12 por ciento (…) es de derechas, a diferencia del aproximadamente 50 por ciento de la población británica”. Ignoro si existe un estudio parecido por estos pagos, aunque lo dudo. De existir, estoy convencido de que no arrojaría un porcentaje demasiado dispar del que se da en el Reino Unido. Y si en vez de centrarse en la educación superior, el cuestionario versara sobre la inclinación ideológica de quienes ejercen la docencia en la etapa primaria, ni les cuento.