La pasada semana este medio trajo una noticia asombrosa. Insignes figuras del independentismo catalán como Oriol Junqueras y Laura Borràs se habían desplazado hasta los juzgados de Montpellier. Pero no para declarar en su condición de consumados malhechores –el primero como sedicioso y malversador, la segunda como falsificadora y prevaricadora–, sino para apoyar con su presencia a cinco alcaldes del Rosellón que están siendo juzgados por haber relegado en los plenos de sus respectivos municipios el idioma oficial de la República, el francés, en beneficio del catalán.
Hubo otros ayuntamientos de la región que modificaron también el reglamento en el mismo sentido, pero los únicos que se mantuvieron en sus trece tras el recurso interpuesto por el prefecto de los Pirineos Orientales para que acataran “la jerarquía entre la lengua oficial y las regionales” fueron los cinco que hacen al caso. De ahí que el asunto haya acabado en el Tribunal Administrativo de Montpellier. La sentencia no se conocerá, al parecer, hasta el 9 de mayo, pero difícilmente podrá dar la razón a esos ediles que se han atrevido a desafiar la ley. Otra cosa es que acabe del todo mal para los intereses del independentismo catalán, que lleva tiempo invirtiendo esfuerzos y dinero público –de los ciudadanos españoles, por cierto– en esas tierras del sur de Francia que formaron parte hace siglos de la Corona de Aragón.
Y no acabará del todo mal porque al menos, y como viene siendo costumbre, podrán añadir a la larguísima lista de agravios de toda índole uno más, este contra el Estado francés. Lo que tampoco es novedad, por cierto. El 11 de abril de 1923, o sea, hace la friolera de un siglo, casi día por día, Gaziel escribió en La Vanguardia un artículo titulado “Una bandera indeseable”. La pieza trataba de un incidente ocurrido días antes en París. Allí, “las autoridades representantes del Estado francés impidieron que se realizase (…) una pequeña manifestación de catalanismo político, en la vía pública y con banderas desplegadas al viento”. (Entiéndase el “catalanismo” de la frase como sinónimo de “separatismo”; nada que ver, pues, con el uso orgullosamente idiosincrático que hace hoy del término el PSC, ni con el moderado y timorato que ha recuperado el PP de Feijóo.) Pues bien, para Gaziel el incidente era sumamente revelador de la miopía con que obraba el independentismo de entonces.
¿Cómo iba Francia a reconocer –se preguntaba el articulista– la independencia de una Cataluña “rica y plena”, es decir, de una Cataluña cuyo equivalente serían hoy los llamados Países Catalanes y que por tanto comprendería el Rosellón y la parte de la Cerdaña que España entregó a Francia en 1659 de resultas del Tratado de Paz de los Pirineos? Eso era de todo punto inimaginable. A no ser que uno fuera un lunático, como los separatistas del momento. O un tonto. Como recordaba Gaziel, “la más insigne tontería que puede cometerse en política, es creer tontos a los demás”.
La situación, un siglo más tarde, es notoriamente distinta. Para empezar, la España de 1923, que a los pocos meses de publicado el artículo vería reforzado su centralismo con el pronunciamiento del general Primo de Rivera, no guarda ningún parecido, en lo tocante a la estructura del Estado, con la autonómica de hoy. Desde este punto de vista, pues, podía entenderse hasta cierto punto que aquel separatismo mirara ingenuamente hacia Francia. Por lo demás, la España de hoy ha conocido un golpe de Estado perpetrado por el independentismo catalán y por fortuna fracasado. La de entonces conocería uno del mismo cariz once años más tarde, en plena Segunda República, también fracasado, aunque en este caso sangriento. Y en fin, puestos a encontrar diferencias, todo lo realizado en los últimos tiempos por los Junqueras y Borràs de turno en el extranjero ha contado con un presupuesto suculento y unas ayudas a terceros inexistentes hace un siglo.
Pero la analogía resulta cuando menos pertinente en lo que tiene de empecinamiento ilusorio por parte del independentismo catalán. Si la lengua es el principal y casi único asidero del catalanismo radical, la lengua es también, desde los tiempos mismos de la Revolución, un pilar esencial de la República Francesa, garante de la igualdad entre los ciudadanos y vertebrador de la unidad de la Nación. Creer que la iniciativa de un puñado de alcaldes sureños consistente en elaborar un reglamento que prioriza el uso del catalán en los plenos por encima del francés puede erosionar siquiera un pilar semejante es de locos. O lo que es peor: como decía Gaziel hace un siglo, es de tontos.