Un programa electoral, por sorprendente que resulte, no es ningún compromiso de un partido político con los ciudadanos a los que aspira a representar. Ni siquiera una declaración de intenciones. No diré que esté hecho para no ser cumplido, pero sí que su cumplimiento, en el mejor de los casos, es lo de menos. De ahí sin duda que nadie –excepto quizá algún periodista responsable– se tome la molestia de leer esa clase de textos. Si no existieran, no pasaría nada. Aun así, los partidos siguen dedicando parte de su tiempo a elaborarlos cuando se acercan unas elecciones, e incluso a presentarlos en un acto público revestido de cierta solemnidad. En realidad, la función de un programa de esta índole es básicamente de orden interno. Sirve para cohesionar el discurso de los candidatos, para que el rosario de promesas que suele incluir y a las que no acompaña en general ningún calendario de aplicación ni ningún informe económico que garantice su viabilidad sea trasladado lo más uniformemente posible a los electores. Lo que no excluye, claro, que el candidato, además del programa, disponga de las oportunas chuletas para armar sus intervenciones en mítines y debates.

Contaba el otro día Abc que el PSOE va a recurrir al franquismo como uno de los ejes de su campaña autonómica y municipal del próximo 28 de mayo. Aquí no estamos ya ante un brindis al sol, sino más bien ante una fórmula recurrente, que aparte de conferir a la campaña un carácter mucho más nacional, como si se tratara de un anticipo de las generales de diciembre –que son las que en verdad importan al secretario general socialista y actual caudillo de España (y ya me perdonará Rosa Díez por la apropiación del término)–, tiene que servir para movilizar a ese electorado de izquierda que se ha refugiado en la abstención permanente y puede optar el 28-M por un día de sol y playa antes que acudir a votar. Porque el recurso al franquismo, creen el ministro Bolaños y sus estrategas monclovitas, sigue dando réditos políticos. Y acaso no anden equivocados. A la izquierda patria, una vez abandonada la vía reformista de antaño, le queda ya poco más que el cultivo de la confrontación sañuda con la derecha apelando a cuanto haga falta. E impedir que la herida de la guerra civil y la dictadura se cierre de modo definitivo no deja de ser, a fin de cuentas, una solución de lo más biliosa. Sobre todo cuando la historia se maneja en beneficio de parte y sin respeto alguno por la verdad.

José Luis Rodríguez Zapatero, cuyo mérito como fecundador de esa nueva izquierda regida por el culto a las identidades está fuera de toda duda, ya preconizó hace tres lustros la conveniencia de fomentar la tensión. Y no sólo en campaña. Su ley conocida como de Memoria Histórica abrió la compuerta a ese emponzoñamiento de un pasado que nuestra transición política y el primer cuarto de siglo de gobiernos democráticos habían decidido tener muy presente precisamente para no repetirlo. La ley tenía, por lo demás, un propósito tan loable como justo: el de exhumar, a petición de los deudos o de asociaciones que los representaran, los restos de cuantos españoles no habían podido recibir, en aquellos años crueles, otra sepultura que la procurada por la tierra de una cuneta o de una fosa común.

Pero la ley de Memoria Democrática ha desarrollado su antecesora de Memoria Histórica hasta unos límites de todo punto incompatibles con la convivencia y la concordia entre ciudadanos. La exigencia, incluida en la ley vigente, de intervenir en el espacio urbano retirando todo símbolo del régimen anterior, aunque no conlleve exaltación ninguna de ese mismo régimen; la modificación sectaria del callejero; la siembra de lápidas y monumentos en la topografía urbana en recuerdo de las víctimas de uno solo de los bandos en liza cuando la guerra; la creación de “itinerarios” y “lugares” calificados de memoria democrática” y regulados por un sectarismo parecido, y la inclusión en los currículos educativos de una explicación de la guerra civil y la dictadura sin ningún respeto por los hechos, es una muestra de ello. Y todo, sobra precisarlo, con el propósito maniqueo de propagar y asentar en el espacio y en la enseñanza públicos la falsedad de que los demócratas se hallaban sólo en el bando perdedor –ese y no otro es el sentido profundo de que al histórica de la primera ley le haya sucedido el democrática de la actual– y de que entre los vencedores no había sino villanos y asesinos.

Eso es, a grandes rasgos, lo que el socialismo va a incorporar al parecer a sus programas y a sus discursos de cara al 28-M, hasta el punto de convertirlo en uno de sus ejes de campaña. Como si Franco, aquel hombre, y con él su régimen, no llevaran ya casi medio siglo en el otro mundo.


Franco, Franco, Franco

    12 de abril de 2023