Que un gobernante pida perdón ya es en sí mismo noticia, aunque sólo sea por lo desacostumbrado del caso. Que lo haga uno tan engreído como Pedro Sánchez lo es, pues, por partida doble: por gobernante y por engreído. Como saben, Sánchez ha pedido perdón a las víctimas de la ley del sólo sí es sí por lo que el propio peticionario ha denominado sus “efectos indeseados”: la reducción de condenas a, por lo menos, 978 agresores sexuales y la excarcelación de 104 de ellos. Que se trata de efectos indeseados está fuera de duda. Tampoco el futbolista que yerra un penalti quería fallarlo. Pero entre uno y otro caso existen notorias diferencias.
De un lado, cuando el lanzador del penalti, dirigiéndose a los suyos –sean estos compañeros de equipo o simples aficionados–, pide perdón por el fallo, es absolutamente sincero. No puede afirmarse lo mismo del actual presidente del Gobierno de España, cuyo principal atributo como político es la mentira –y ahí están los hechos y las hemerotecas para ratificarlo–. De otro lado, el perdón al que aspira el futbolista tiene como origen un acto concreto, el lanzamiento de un penalti. La posibilidad de fallarlo está siempre presente. Es más, cuanto más trascendente sea el desenlace de su acción para el resultado del partido, eliminatoria o campeonato, mayor será el miedo del lanzador ante el penalti y, en definitiva, el riesgo de error.
Por el contrario, en el improbable supuesto de que Pedro Sánchez anhele un perdón cualquiera por parte de las víctimas de la Ley de garantía integral de la libertad sexual –la del sólo sí es sí, para entendernos–, no estará reaccionando al punto ante un hecho de efectos indeseados, sino que lo hará tras más de siete meses de vigencia de la ley y de constatación diaria de dichos efectos. De una ley –no es cosa de olvidarlo– proyectada por el gobierno que él preside y cuya gestación fue subrogada a la ministra Irene Montero. Si a los más de siete meses que lleva la ley en vigor les sumamos los de gestación en las cocinas ministeriales, con los filtros de todo tipo a los que debería haber estado sometida antes de su paso por las Cortes y definitiva aprobación, parece evidente que no estamos ante un caso equiparable al del pobre lanzador de penaltis. Lo de Sánchez es un larguísimo proceso de exención de responsabilidad ante el desatino de una ley, y no es la única, elaborada por su gobierno. Que ahora, en vísperas electorales, utilice una entrevista hecha ad hoc para pedir perdón a las víctimas es como mínimo un acto de suprema hipocresía cuyos efectos, indeseados sin duda, pueden volverse fácilmente en su contra.
Y es que en España hay otras muchas víctimas de la gestión llevada a cabo por los ejecutivos presididos por Pedro Sánchez y sostenidos por una mayoría parlamentaria en la que los intereses de populistas y separatistas han imperado en todo momento. En primer lugar, las víctimas de ETA, a las que el Gobierno no sólo ha desasistido, sino que ha sometido al mayor de los agravios al ceder a las exigencias de sus socios de investidura permitiendo el retorno al País Vasco de sus victimarios y transfiriendo al gobierno autonómico las competencias en prisiones. O a las de la llamada ley trans, es decir, a todos esos menores a los que se empodera –el término es de la tropa ministerial de Igualdad y sus afines– para tomar decisiones sobre su propio cuerpo sin un asesoramiento médico que les advierta del carácter irreversible del paso que van a dar y sin que los padres, víctimas secundarias a su vez, puedan participar de esa decisión. O a los descendientes de cuantas víctimas de la guerra civil han sido vil y sectariamente olvidadas en la Ley de Memoria Democrática. O, en fin, a todos los ciudadanos de Cataluña que se encuentran desamparados al no poder escolarizar a sus hijos en su lengua materna y oficial del Estado o al ver como se indulta a unos delincuentes que perpetraron un golpe de Estado y se modifican los delitos de sedición y malversación al gusto de los correligionarios de quienes lo orquestaron y lo ejecutaron.
En esos casos y en otros muchos que podríamos añadir a la lista –cinco años como los vividos dan para un larguísimo memorándum– no veremos a Pedro Sánchez pedir perdón. Tal vez porque en ellos los efectos han sido profundamente deseados por el presidente del Gobierno. Y, en particular, el de mantenerse en el poder a toda costa.