Ignoro si los doce abajofirmantes del editorial aquel que tanto decía confiar en la probidad de los jueces del Constitucional tienen previsto difundir uno nuevo el día en que estos jueces se dignen a emitir la sentencia. En todo caso, sería bueno que así fuera. Las cosas no pueden dejarse a medias. Cuando un poder ha tratado de influir en la decisión de otro, debe hacer balance. ¿Lo hemos conseguido? ¿Nos han tenido presentes en sus deliberaciones? ¿Ha servido de algo aquella homilía del pasado 26 de noviembre que alertaba a los señores magistrados de que estaba en juego, con su sentencia, «la propia dinámica institucional: el espíritu de 1977, que hizo posible la pacífica transición»? ¿Ha producido algún efecto el que, tras la difusión del editorial, no pararan de llover las adhesiones, empezando por la del propio presidente de la Generalitat y siguiendo por las de la mayoría de quienes componen en Cataluña los dos poderes restantes, hasta el punto de que aquella «solidaridad catalana» tan demanda en el último suspiro del texto parecía ya, a los pocos días, felizmente encarnada? Todas esas preguntas deberían hacérselas, sin dilación, los doce magníficos de nuestra prensa en cuanto tengan conocimiento del fallo del Alto Tribunal. Cuando un medio de comunicación vive de las subvenciones públicas, los balances son inexcusables.

Como lo son, con más motivo si cabe, cuando el medio es todo él público. En este sentido, me ha sorprendido enormemente que la marcha de Albert Sáez de la presidencia del consejo de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, bajo cuyas faldas se cobijan la radio y la televisión autonómicas, no haya ido acompañada del consiguiente balance. Vaya por delante que Sáez tiene todo el derecho a abandonar su cargo y volver a la empresa privada —o semipública, por cuanto todo diario catalán es, por definición, un híbrido de esta clase—. A fin de cuentas, se trata de alguien que nunca le ha hecho ascos al poder. En la anterior legislatura, y ante el fracaso de un pacto entre CIU y ERC —que él mismo había auspiciado en los papeles—, no tuvo más remedio que permanecer en el grupo de los abajofirmantes. En la presente, y en vista de que el tripartito iba a seguir mandando, el hombre no pudo más y aceptó la secretaría de Medios de Comunicación del Departamento de Cultura, desde donde dio el salto a la presidencia de la CCMA. Su renuncia de ahora y el consiguiente retorno a la categoría de abajofirmante no tienen otra explicación, al cabo, que la previsible derrota electoral, dentro de unos meses, de la coalición a la que ha servido en los últimos años. Pero aun así, insisto, Sáez debería haber hecho balance de su gestión. A no ser que su balance se limite a la redacción de ese libro de estilo del CCMA todavía nonato donde podrá leerse, al parecer, que el lenguaje de los medios públicos catalanes debe contribuir, ante todo, a «preservar la identidad nacional de Cataluña».

Lo cual, si bien se mira, resulta de lo más lógico. ¿O acaso han preservado otra cosa, en tres décadas de autonomía, todos los medios de comunicación catalanes?

ABC, 3 de abril de 2010.