Siento ser agorero, pero no tengo más remedio que prevenirles. Hay jueces a los que no se puede juzgar. Y quien dice jueces dice fiscales. O sea que todos aquellos que han decidido procesar, por un motivo u otro, al juez Baltasar Garzón, ya pueden ir recogiendo velas. A no ser, claro, que quieran acabar como acabaron el juez Luis Emperador o el fiscal Manuel Sancho, el 9 de septiembre de 1934, en el Palacio de Justicia de Barcelona.

Aquella mañana de domingo había tenido lugar en la Audiencia el juicio contra el abogado nacionalista Josep Maria Xammar, acusado de desobediencia grave a un presidente de Sala. Según cuentan las crónicas, Xammar, que a la condición de abogado unía la de dirigente del Partit Nacionalista Català, se había negado en una vista anterior, en la que defendía al director del periódico «La Nació Catalana», a atender los requerimientos del presidente del Tribunal, que le conminaba a dejar de manifestarse con la violencia con que lo estaba haciendo. Como se ve, un asunto interno, estrictamente judicial. Pero no era esa la opinión de Xammar. Ni la de sus amigos, por supuesto. Y estos, para demostrarlo, se habían congregado en los alrededores del Palacio de Justicia con el propósito de asistir al juicio y, en definitiva, de hacerse oír.

Entre esos congregados había uno especialmente relevante. Se llamaba Miquel Badia y era por entonces, aparte de un destacado dirigente de Estat Català, el jefe superior de servicios de la Comisaría General de Orden Público de la Generalitat. El caso, pues, es que Badia estaba allí. Con sus agentes. (Por cierto, nada más llegar, Badia les había mandado detener a un ujier que, al no reconocerle, quería impedirle el acceso a una Sala atestada ya de gente.) Y el caso es que el juicio terminó como el rosario de la aurora. Con Xammar condenado al pago de mil pesetas; con el público profiriendo vivas y mueras y toda clase de insultos contra los miembros del tribunal; con el juez Emperador recibiendo en una mano el impacto de un pisapapeles de cristal en el preciso momento en que iba a firmar la sentencia, y con Badia discutiendo a voz en grito con el fiscal Sancho, que le recriminaba no haber desalojado la Sala, lo que trajo como consecuencia su detención —la del fiscal, claro—.

Por lo demás, el suceso tuvo otras consecuencias. Aquella misma noche, Sancho era liberado. A los tres días, Badia renunciaba a su cargo. A las dos semanas, las juventudes de Esquerra le tributaban un homenaje, al que asistió el mismísimo presidente Companys. Y, en fin, de lo ocurrido el 6 de octubre siguiente les supongo ya informados.

Insisto, no quisiera ser agorero, pero, dados los precedentes y visto el empeño de los amigos de Garzón por volver a aquellos años, yo no sé qué puede pasar el próximo día 22, cuando el Consejo General del Poder Judicial se reúna para decidir si castiga o no castiga al juez. Por si acaso, no estará de más que los custodios de la sede del Consejo vayan retirando ya del recinto y de sus inmediaciones los pisapapeles.

ABC, 17 de abril de 2010.

Una historia paralela

    17 de abril de 2010