Parece que el pueblo sigue ahí. O, al menos, eso afirman algunos. Maragall, por ejemplo. Quien fuera alcalde de Barcelona y presidente de la Generalitat de Cataluña, o sea, todo lo que se puede ser por estos lares, va repitiendo sin descanso que si llega por fin el día —uno ya duda de todo— en que el Tribunal Constitucional hace pública una sentencia y resulta que esta sentencia es francamente contraria al texto refrendado en las urnas, pues bien, entonces habrá que devolverle la voz al pueblo. Es decir, a ese 49 y pico por ciento de ciudadanos que participó en el referéndum de junio de 2006 y al 50 y pico por ciento restante que ni siquiera se tomó esta molestia. O, si lo prefieren, a ese 36 y pico de electores que votó sí, al 10 y pico por ciento que se inclinó por el no y al largo 53 por ciento que optó por el voto en blanco, el voto nulo o —la mayor parte— por el no voto. Maragall cree que lo que el pueblo bendijo no puede modificarse sin que ese pueblo vuelva a bendecirlo. Y de aquí no lo sacan.

Es muy probable que la percepción de Maragall guarde relación con el orden de los factores. Veamos. Eso de que el pueblo haya tenido la última palabra en el proceso estatutario lleva a creer que esa palabra le debe ser devuelta si el Constitucional modifica sustancialmente el texto aprobado. De haber sido otro el orden, de haber precedido la convocatoria del plebiscito a la entrada y discusión del Estatuto en las Cortes, dudo mucho que Maragall anduviera ahora reclamando una nueva consulta. Para muestra, lo sucedido cuando la Segunda República con el llamado Estatuto de Núria: fue redactado por la Asamblea de Parlamentarios autonómica, ratificado por una amplísima mayoría de los catalanes de entonces —cercana al 75% de los electores— y reducido a la mínima expresión por las Cortes constituyentes. Y no pasó nada, a nadie se le ocurrió exigir que el pueblo volviera a manifestarse. En fin, sí pasó, pero al cabo de un par de años y sin que el pueblo participara siquiera en la asonada organizada por el presidente Companys y sus muchachos.

En definitiva, el pueblo no tiene por qué saber si un texto es o no es conforme a la ley. Para eso están los juristas, los tribunales y, en último término, el Constitucional. Si bien con otras palabras, esta semana Manuel Fraga se ha referido a ello: «No vale decir que es que el pueblo lo votó en tal sitio. No. Pues si no es constitucional, no vale». Lo cual permite aventurar que el problema no es tanto el orden de los factores como la necesidad de que el pueblo, esa instancia suprema, deba ratificar algo para lo que no va estar nunca preparado. Aunque mucho me temo que por este camino acabaríamos poniendo en duda la validez misma del sistema democrático. Y no, francamente, no están las terapias alternativas como para que ahora renunciemos a lo que tanto nos ha costado conseguir.

ABC, 24 de abril de 2010.

El Estatuto del pueblo

    24 de abril de 2010