Con todo, sí existe algo en esta ocasión manifiestamente distinto a lo conocido y sufrido por los españoles a lo largo de esos 32 años de tira y afloja entre centro y periferia, entre Gobiernos del Estado y Gobiernos de determinadas Autonomías. Ahora, por primera vez en la actual Monarquía Constitucional, el presidente de una parte de España ha expresado sin tapujos su simpatía por un movimiento separador y hasta se ha puesto al frente de él. (En realidad, sería más justo escribir que ha venido alentándolo y financiándolo, de modo directo o indirecto, desde que su partido, Convergència i Unió, recuperó el poder a fines de 2010.) Es cierto que, allá por 2005, el entonces lehendakari Ibarretxe ya intentó algo parecido; pero se quedó como quien dice en el rellano, en la medida en que a su Estado libre asociado le faltaba aún un pasito para convertirse en una propuesta de Estado independiente —eso sí, Ibarretxe al menos tenía un plan, lo que, a estas alturas, no está claro que sea el caso de Mas—.
Por otra parte, ese movimiento al que el presidente de la Generalitat ha dado alas se ha cimentado en dos pilares, a cuál más quebradizo a poco que uno se detenga a examinarlos. En primer lugar, el vinculado al proceso de reforma del Estatuto, culminado en julio de 2010, con aquella manifestación contra la sentencia del Tribunal Constitucional de la que el mismísimo presidente de la Generalitat José Montilla tuvo que huir por piernas para protegerse de las hordas independentistas. La tremenda irresponsabilidad del Partido Socialista —primero con su secretario general de entonces bendiciendo el texto que fuera a salir del Parlamento catalán y luego con el propio Grupo Parlamentario en el Congreso dando por buena una versión cepillada pero todavía anticonstitucional del Estatuto— trajo a un montón de catalanes la percepción de que habían sido engañados, no por un partido u otro, sino por las instituciones mismas del Estado. En síntesis, que ya no había nada que esperar de Madrid. El otro pilar en que se sustenta el sentimiento independentista al que Mas se agarra es, por supuesto, el dinero. O, mejor dicho, su escasez, lo mismo en las arcas públicas que en los bolsillos de los contribuyentes. Cuando a los ciudadanos los van bombardeando con la cantinela de que «todo iría mucho mejor si España nos devolviera lo que nos debe», o sea, con la necesidad de un pacto fiscal similar a los conciertos vasco y navarro, acaba resultando inútil cualquier referencia a la mala gestión del presupuesto, a la enormidad del déficit público de la Comunidad o al gasto nacionalmente suntuario de Cataluña.
Así las cosas, lo más probable es que en el futuro inmediato —y al margen de lo que den de sí los contactos intergubernamentales y, en especial, el que debe tener Mas con Mariano Rajoy— asistamos a un intento del presidente catalán por ganarse la confianza y la simpatía del empresariado catalán. Si el independentismo se ha cimentado en dos pilares, también son dos los principales obstáculos internos que sus valedores e impulsores deben vencer para llevar a puerto, tarde o temprano, sus proyectos. Uno es la opinión pública; otro, el mundo empresarial. Desde que el tripartito se constituyó en gobierno y hasta que logró sacar del Parlamento autonómico un proyecto de Estatuto inconstitucional de cabo a cabo —esto es, entre diciembre de 2003 y septiembre de 2005—, su principal empeño fue el de lograr salvar ambos obstáculos. El primero, el de la opinión pública catalana, no le supuso desgaste alguno. Nunca las aguas habían estado tan calmadas y sumisas. El segundo, el del empresariado, ya resultó algo más arduo. Finalmente, a finales de agosto de 2005, o sea, en el límite mismo del tiempo fijado para aprobar el proyecto legislativo, once grandes de la empresa catalana —entre los que se hallaban los Lara, Valls, Rosell, Rodés, Godó y Fainé— firmaron una carta dirigida al entonces presidente Maragall en la que le pedían un nuevo Estatuto y que no era, al cabo, sino un texto que el propio presidente había pergeñado para que le expresaran su apoyo.
Ignoro qué puede ocurrir ahora con un supuesto proceso hacia la independencia. En fin, en cuanto al primero de los obstáculos no albergo duda alguna: las aguas siguen y seguirán igual de tranquilas que hace casi una década —algo más pestilentes, si cabe, lo cual resulta, en el fondo, inevitable—. El problema está en el segundo de los escollos. De momento parece que las caras más representativas del empresariado no quieren ni oír hablar de independencia. Aunque sí de pacto fiscal, por lo que es muy probable que escenifiquen en un futuro próximo una forma u otra de sostén a la vieja reclamación económica de CIU. ¿Es eso lo que persigue Mas? ¿Debe entenderse hoy en día el pacto fiscal como parte de lo que el propio protagonista denomina «transición nacional»? Y, sobre todo, una vez acabada esta etapa, ¿queda ya margen para otra que no sea la del ensueño presidencial?
(Letras Libres, octubre de 2012)