Cuando uno tiene entre manos un papel cualquiera, libro o artículo, que trata del viejo y espinoso asunto de la lengua de la enseñanza en Cataluña, difícilmente puede sustraerse a la sensación de estar volviendo, una y otra vez, sobre las mismas razones, de estar, en definitiva, leyendo siempre lo mismo. Y si los efectos a los que uno se expone no son los de un papel, sino los de una tertulia radiofónica, una entrevista televisiva o una simple conversación entre iguales, entonces esa sensación alcanza a menudo niveles francamente tediosos. Por suerte, no ocurre así con el ensayo que Mercè Vilarrubias —sabadellense catalanohablante, catedrática de inglés en una Escuela Oficial de Idiomas de Barcelona y especialista en el aprendizaje de lenguas en comunidades bilingües— acaba de publicar en la editorial Montesinos. Sumar y no restar, en efecto, es un libro diferente, un libro que analiza el modelo escolar de Cataluña desde un marco lingüístico y, en menor medida, sociolingüístico. Lo cual no significa que prescinda del contexto político o mediático —muy al contrario, en este último caso—, ni que subestime, al no tratarlos de forma explícita, los derechos de los hablantes; simplemente, opta por una perspectiva distinta. Por lo demás, el libro es inteligente, tiene unos fundamentos firmes y está bien escrito, lo que hace que su lectura sea muy recomendable.

Vilarrubias centra su ensayo en el análisis de las seis principales ideas en que se sustenta hoy en día el modelo de inmersión lingüística —es decir, en que lo sustentan sus defensores, ya sean políticos, ya mediáticos—. Una vez identificadas, las va desmenuzando una por una sometiéndolas a la prueba de la realidad: busca datos que las confirmen, hechos que las cimienten, argumentos de autoridad que las avalen. Para ello, se sirve de encuestas sociolingüísticas, estudios de opinión, resultados electorales, observaciones y experiencias personales, testimonios representativos, textos legales, obras de referencia, etc. El resultado es siempre el mismo: no existe dato, hecho, argumento alguno que justifique ninguna de las ideas en que se apoya el modelo en curso. Como las famosas idées reçues de Flaubert, estas ideas se han instalado en la sociedad catalana sin que nadie se haya tomado la molestia de darles el alto para pedirles los papeles y contrastarlas con la realidad, sin que nadie se haya preguntado, en definitiva, a qué viene eso. Y lo más grave acaso: sin que ningún medio de comunicación público o privado radicado en Cataluña —y este es un aspecto de la cuestión en el que la autora insiste de forma tan justa como reiterada— haya cumplido con su deber más elemental: confirmar o, en su defecto, desmentir su veracidad.

La media docena de ideas en que se sostiene el modelo de inmersión lingüística en Cataluña son todas conocidas por cualquier ciudadano español mínimamente interesado en este larguísimo culebrón, toda vez que la clase política catalana, con la excepción del Partido Popular y Ciutadans, ha recurrido a ellas, por activa o por pasiva, hasta la saciedad. He aquí cómo aparecen formuladas en el libro: «Existe un amplísimo consenso acerca del sistema de inmersión»; «el sistema actual logra que los alumnos sean competentes en ambas lenguas oficiales»; «estudiar en lengua materna no es importante ni necesario»; «tener una doble línea de escuelas, unas en catalán y otras en español, supondría segregar a los alumnos»; «el sistema de inmersión contribuye a garantizar la cohesión social en Cataluña»; «presentar alternativas al sistema de inmersión implica, necesariamente, ser facha y anticatalán». Sobre cada de una de ellas la autora ha proyectado un análisis exhaustivo y más que suficiente, que no podemos recoger en toda su extensión en este espacio, pero del que sí conviene reportar algunas enseñanzas.

El amplísimo consenso no es tal, por supuesto. Así dan a entenderlo los datos. Pero acaso el más significativo de estos datos sea, precisamente, la inexistencia de una encuesta dirigida a toda la sociedad catalana para saber qué modelo desearían los padres para sus hijos, si el actual, monolingüe en catalán sin apelación posible, o si uno de naturaleza bilingüe, ya sea a partir de un sistema de doble red, como el existente —todavía— en el País Vasco, ya sea a partir de un sistema único bilingüe, donde la mitad de las asignaturas se den en una lengua oficial y la otra mitad en la otra. Según demuestra la autora, sólo el tercero de los sistemas garantiza, a largo plazo, un dominio real y completo de ambas lenguas —sólo este permite sumar y no restar, en una palabra—, por lo que este sería, a su juicio, el más útil y aconsejable desde el punto de vista formativo y, probablemente, el más solicitado también —sobre todo, porque en el ámbito público se usan con normalidad y sin conflicto las dos lenguas—. Lo que no obsta para que Vilarrubias defienda asimismo el de la doble red, en la medida en que la opción por una enseñanza monolingüe en una u otra lengua es perfectamente legítima siempre y cuando responda a una libre elección.

El sistema actual no logra, claro está, que el alumno sea competente en ambas lenguas. ¿Cómo va a lograrlo si el alumno ha sido escolarizado sólo en una? Una cosa es hablar una lengua y otra dominarla. Quienes alcanzan un verdadero dominio de las dos son pocos y quedan circunscritos, por lo general, a las grandes ciudades y, en ellas, a las clases sociales más pudientes. La inmensa mayoría, en cambio, sale perjudicada: los castellanohablantes, porque no aprenden su lengua materna, y los catalanohablantes, porque carecen del conocimiento necesario de una lengua, el castellano, cuyo uso tanto van a precisar en el futuro.

Estudiar en lengua materna sí es importante y necesario. Lo es por razones afectivas y por razones pedagógicas. Así lo avalan todos los organismos internacionales que se han ocupado del asunto y así lo creían y lo reivindicaban, por cierto, los propios catalanistas antes de acceder al poder y disponer de las riendas de la educación pública. Ahora, no hace falta decir por qué, semejante reivindicación lleva tiempo arrumbada, cuando no definitivamente olvidada, en estas mismas filas.

No existe razón ninguna por la que la existencia de una doble línea de escuelas deba comportar una segregación del alumnado. Este es el modelo vigente en casi todos los países de Europa donde hay más de una lengua oficial —sólo en Luxemburgo se aplica el de enseñanza bilingüe— y en aquellas partes de Estados Unidos donde abunda la comunidad hispana, y nunca nadie ha atribuido al modelo en sí una responsabilidad cualquiera en un posible caso de segregación. Del mismo modo, la cohesión social no tiene nada que ver con el modelo lingüístico implantado en la escuela. Lo que facilita esta cohesión son otros factores, como la calidad de la enseñanza, la igualdad de oportunidades que procura el sistema y, en último término, la reducción del fracaso escolar. Factores, por cierto, en los que la educación catalana no destaca, que digamos, entre las Comunidades españolas —ya lo bastante alejadas, en su conjunto, de la media europea—.

Y la última idea, si así puede llamársele, ni siquiera requiere refutación. Ya Orwell, en 1946, en su ensayo La política y la lengua inglesa, denunciaba como la palabra fascismo había perdido su sentido propio y pasado a designar, simplemente, «algo que no es deseable». Sobra decir que para el nacionalismo, alguien que presenta alternativas al modelo lingüístico en curso en la educación catalana es alguien, por fuerza, no deseable. De ahí que se le tilde de facha, de anticatalán o de españolista. Los totalitarismos —y en Cataluña el discurso oficial y mediático es, por desgracia, esencialmente totalitario— no toleran la disidencia ni, por supuesto, el debate público.

Aunque no sea este el objeto del libro, Vilarrubias no puede resistirse, es lógico, a aportar su explicación a todo este desaguisado. O sea, su explicación a por qué el gobierno autonómico —y cuantos le han precedido, pues ya van más de dos décadas con inmersión a cuestas— sigue empecinado en mantener un modelo que no mira por el bien del conjunto de la sociedad, sino sólo por el de una parte —y aún—. Con qué objetivo, vaya. La respuesta, desde una perspectiva sociolingüística, no es otra, claro, que con el objetivo de convertir el catalán en la lengua hegemónica en Cataluña y el castellano en un idioma más o menos residual. Pero todo indica que el objetivo ha fracasado desde hace tiempo. El uso del catalán como lengua habitual de los ciudadanos —lo que se entiende por uso social— sigue siendo inferior al del castellano. En realidad, su fuerza descansa únicamente en el valor añadido que le confiere el ser la única lengua institucional, la que la gente identifica con las esferas del poder —administración, enseñanza, medios públicos—. Y esa fuerza, claro, encuentra un férreo sustento en la aplicación con que los medios de comunicación catalanes, sin distinción de credo ideológico, hurtan a sus audiencias la posibilidad de un debate abierto sobre el modelo lingüístico escolar. No hay duda que las subvenciones —excepto algún heroico digital como La Voz de Barcelona, no existe un solo medio catalán que no reciba dinero público— obran milagros.

En definitiva, que la inmersión, a estas alturas, no es más que un instrumento del nacionalismo. Un instrumento para avivar el conflicto, que es a lo que parecen estar jugando desde hace décadas los gobernantes autonómicos y quienes les secundan, con unos réditos incontestables, aunque no sea más que en lo político y en los cargos y prebendas que a lo político se asocian. Con todo, el problema sigue ahí. Y las sentencias contrarias al modelo, amparadas en el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006, no paran de llover. Así las cosas, no estaría de más que los partidos de la oposición en Cataluña —o sea, el PP y Ciutadans— y cuantos en el conjunto de España participan de las mismas ideas de libertad, igualdad y justicia tomaran nota de las razones de Vilarrubias para oponerse al despropósito de la inmersión y a los argumentos aducidos en su defensa. Les vendrán bien. Aunque sólo sea porque resultan incontestables.

(Cuadernos de Pensamiento Político nº 36)

Sumas y restas

    15 de octubre de 2012