El pasado verano fue un verano raro en Cataluña. Culturalmente hablando, cuando menos. Pese al calentamiento global a que el presidente Artur Mas y su consejero de Cultura Ferran Mascarell estaban sometiendo a la región con sus actos y declaraciones —el primero, convocando en Palacio a 300 altos cargos para decirles que son «los generales de un ejército que es la Generalitat y que tiene una gran misión»; el segundo, escribiendo en el diario más subvencionado de cuantos se subvencionan en la Comunidad, y son todos, que «los que luchan contra el catalán [entiéndase «el Estado español a través de sus aparatos políticos y judiciales»] (…) desean una sociedad catalana fragmentada en dos comunidades lingüísticas, anhelan una Cataluña socialmente dividida, suspiran por una Cataluña políticamente subordinada»—; pese al bochorno ambiental causado por esas y otras manifestaciones de la clase política autóctona, dos noticias vinieron a refrescar hasta cierto punto las mentes de los ciudadanos que todavía se precian de serlo. Una la protagonizó el director del Museu Nacional d’Art de Catalunya, Josep Serra, al sugerir la conveniencia de que la institución incorporara a su denominación la palabra «Barcelona» en vez de «Catalunya», con el argumento de que el sentido de esta última se hallaba ya recogido en el adjetivo «nacional» y de que, por otra parte, no se puede ir por el mundo con el nombre de un territorio que nadie conoce. Eso sí, la ilusión al director le duró poco. A los dos días el consejero Mascarell le enmendaba la plana afirmando que la denominación no se tocaba y, ante esa defensa acérrima del pleonasmo —al fin y al cabo, ¿qué es el nacionalismo sino un descomunal y enfermizo pleonasmo?—, al director del museo no le quedó más remedio que resignarse.

Pero fue la segunda de las noticias la que más novedad aportó, aun cuando tuviera algún que otro lejano precedente. Carles Duarte, recién nombrado presidente del Plenario del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts —para entendernos: una suerte de remedo del Arts Council británico cuyo principal cometido es promover la cultura autonómica y entre cuyas funciones está la de conceder los llamados Premis Nacionals de Cultura de la Generalitat—, declaró que «debería ser posible» que un escritor catalán en lengua castellana pudiera obtener el premio en su modalidad de literatura. Y tanto más cuanto que el premio, añadía Duarte, no era de literatura catalana, por más que siempre se hubiera concedido a una obra escrita en catalán, sino de literatura a secas, lo que permitía concederlo a escritores como Juan Marsé, Eduardo Mendoza o Juan Goytisolo, por citar los casos más notorios. Al día siguiente el consejero Mascarell, a requerimiento de los periodistas, terciaba en el asunto y, lejos de reconvenir al presidente del Plenario por atreverse a sugerir semejante modificación en un área tan sensible para el nacionalismo gobernante, se mostraba de acuerdo con su propuesta y animaba al propio Duarte a impulsarla desde el Consell.

Ignoro qué ocurrirá con la edición del próximo año, aunque no veo por qué habría que dudar del propósito de ambos altos cargos. Es verdad que la tradición pesa lo suyo. Y no me refiero ahora a aquel «fenómeno coyuntural a liquidar» con que hace 35 años la revista filocomunista «Taula de canvi» calificaba al colectivo de escritores catalanes en lengua castellana. No, esa clase de liquidaciones hace tiempo que parecen descartadas, entre otras razones porque la realidad se ha encargado de demostrar que el fenómeno en cuestión ni es coyuntural ni es liquidable. Sí me refiero, en cambio, a las tres décadas que lleva el Premi Nacional concediéndose fiel a la premisa de que no existe en la Cataluña oficial otra literatura digna de ser premiada que la que se expresa en catalán —algo, por cierto, que la participación en la Feria del Libro de Frankfurt de 2007, donde la literatura catalana era la invitada, no hizo más que confirmar—. Pero, en fin, si hasta la Constitución es revisable, ¿por qué no va a serlo el criterio con que se otorga una modalidad de unos premios culturales? Aun así, no deja de resultar sorprendente que esa apertura de miras, ese reconocimiento del hecho diferencial del bilingüismo literario —por decirlo a la manera del propio nacionalismo—, se haya producido precisamente ahora, cuando mayor es la presión identitaria en todas las esferas públicas, incluidas, claro está, las institucionales. Es como si ya no diera miedo admitir que esos escritores también existen, por lo que tienen el mismo derecho que los demás a los laureles patrióticos. Aunque también podría ser otra la razón; a saber, que con el cambio de criterio se les estuviera agradeciendo de algún modo los servicios prestados. Y es que, en la última década y, en concreto, desde la llegada al poder de la izquierda nacionalista, si no todos, sí una gran parte de ellos convinieron en que lo mejor era callar ante los desmanes que los distintos gobiernos autonómicos iban cometiendo en lo tocante al ejercicio de las libertades ciudadanas. Nada dijeron del nuevo Estatuto mientras se estaba cocinando. Nada dijeron cuando estuvo listo. Nada dijeron de las tropelías relacionadas con la normalización lingüística perpetradas en la enseñanza, en los medios de comunicación públicos y privados y en el campo socioeconómico. Su silencio fue tan clamoroso como sorprendente. Porque en los años anteriores sí habían hablado. Y, con ellos, otros muchos representantes del mundo cultural y artístico que consideraban incomprensible que a una sociedad bilingüe no le correspondiera una administración y unas instituciones públicas bilingües. Hasta firmaron manifiestos en este sentido, como los dos del Foro Babel. Pero, claro, en aquel momento quien gobernaba era Jordi Pujol.

Más allá del parámetro ideológico, resulta difícil entender el porqué de tanto silencio. Incluso esa posible explicación —que no justificación, por supuesto—, dadas las afinidades políticas de la mayoría de esos intelectuales, desapareció hace cerca de un par de años con la vuelta de Convergència i Unió al Gobierno de la Comunidad Autónoma. Y ellos, en cambio, han seguido igual de callados. Que Pasqual Maragall dijera en su momento que la lengua catalana es el ADN de Cataluña o que Artur Mas hablara hace poco de la genética de los catalanes les deja igual de indiferentes. No sienten, como cabría esperar de todo intelectual que se precie, la necesidad de intervenir en el debate público, gobierne quien gobierne, para dejar testimonio de su pensamiento. No sienten, ante la que está cayendo en Cataluña y en el conjunto de España, que deban tomar la palabra. No sienten, en definitiva, el hecho de pronunciarse como un imperativo moral. (El que en los últimos días algunos hayan puesto su firma al pie de un manifiesto que llama a los catalanes de izquierda a movilizarse a favor de «una renovada y potente opción federal» sin cerrar por ello la puerta a una posible independencia no constituye, por descontado, noticia ninguna; a lo más, un inofensivo berrinche del socialcomunismo del lugar.)

Aunque sea triste reconocerlo, ninguno de esos intelectuales demuestra poseer las tres virtudes requeridas, según Jean-François Revel, para hacer frente a las presiones, los intereses, las pasiones, los arribismos, los prejuicios, las hipocresías que influyen en los asuntos públicos; esto es, la clarividencia, la valentía y la honradez. E insisto: es triste, muy triste, tener que reconocerlo.

(ABC, 27 de octubre de 2012)

El silencio de los intelectuales

    28 de octubre de 2012