Dudo que vayamos a salir de esta subiendo impuestos. Ni aunque la subida sea o aspire a ser, como en el caso del IRPF, algo temporal y extraordinario. Basta ver cómo andan de ánimos los autónomos, que son quienes se supone que deben tirar del carro, para convencerse de que las políticas impositivas, más que activar, paralizan, si es que no echan por tierra lo poco que todavía permanece en pie. Aun así, y puesto que no nos queda más remedio que convivir con lo que tenemos, no estará de más tratar de sacar alguna enseñanza de las medidas adoptadas por el Gobierno y, en especial, de lo que el sector de la cultura ha bautizado ya como el «ivazo», esto es, la aplicación del nuevo tipo de IVA general (21%) al precio de las entradas a cines, teatros, circos, conciertos y exposiciones, en lugar del anterior tipo reducido (8%).

Ese aumento de un 13% —en vez del 2%, que es lo que habría aumentado de mantenerse en el mismo tipo— ha producido ya las naturales ronchas entre los afectados. En realidad, lleva produciéndolas desde el día primaveral en que el ministro Montoro anunció la medida, pero no ha sido hasta la víspera misma de su aplicación, a finales del pasado mes de agosto, cuando las reacciones alcanzaron una intensidad notoria. Mientras la Unión de Asociaciones Empresariales de la Industria Cultural Española, entidad que agrupa a más de 4.000 empresas del sector, confiaba todavía en lograr una suerte de moratoria que permitiera, negociación mediante, si no eliminar, sí mitigar cuando menos la subida anunciada, un portavoz del Ministerio de Hacienda explicaba las modificaciones introducidas por el Gobierno en la nueva tipología del IVA y, en concreto, la que distingue los «productos de entretenimiento», que pasan al tipo general y aumentan, pues, un 13%, de los «productos culturales» como las entradas a museos, archivos, bibliotecas, centros de documentación, galerías de arte y pinacotecas, que conservan el tipo reducido y no aumentan más que un 2%. (El precio del libro de papel, por su parte, se mantiene en ese puesto de privilegio que es el tipo superreducido (4%), junto a revistas y periódicos, y en compañía del pan, los huevos, la leche y otros productos de primera necesidad.) Sobra decir cómo se tomaron semejante distinción las empresas culturales agrupadas bajo la bandera de la Unión. No sólo se quedaban sin moratoria, sino que encima el Ministerio les negaba el derecho a seguir luciendo —impositivamente, al menos— el adjetivo. Cornudas y apaleadas, vaya. Peor imposible.

Y lo cierto es que las palabras del portavoz ministerial, mal que les pese a los directivos de esas empresas, ni son «escandalosas», ni constituyen un «grave atentado a la razón», ni están en modo alguno fuera de lugar. Al contrario, inciden en un viejo debate, que rebrota de forma más o menos cíclica y que en los últimos tiempos, gracias en buena medida al denuedo con que Mario Vargas Llosa ha arremetido contra «la civilización del espectáculo» —primero en las páginas de la revista «Letras Libres» y luego, ya más extensamente, en forma de libro en Alfaguara—, ha cobrado cierta actualidad. Me refiero al que gira en torno al concepto de cultura y a su demarcación. A juzgar por el comunicado de la Unión de Asociaciones Empresariales, cultura sería cualquier tipo de espectáculo producido por alguna de las empresas cuya representación ejerce la Unión —lo que no impide, claro, que también puedan serlo, para ella, otras formas de expresión no espectaculares—. Según el portavoz de Hacienda, en cambio, todo espectáculo sería, en esencia, entretenimiento —y de ahí la equiparación impositiva con los espectáculos deportivos o las corridas de toros—, mientras que la cultura quedaría circunscrita a la creación literaria y artística y a la gestión del patrimonio generado, a lo largo de los siglos, en cada uno de estos ámbitos.

Semejante separación, si bien se mira, es la que han venido observando los diarios, desde mediados del pasado siglo y hasta hace cosa de una década, al distinguir entre una sección de Cultura y otra de Espectáculos, o incluso, dentro de la misma sección, entre ambos conceptos. Cierto es que, coincidiendo con el cambio de siglo, esa prensa de papel empezó a encajar todos los contenidos en un solo recipiente y a ordenarlos y jerarquizarlos según dictara la actualidad, lo que trajo como consecuencia que la sección pasara a denominarse «Cultura» aun cuando no acogiera a menudo sino espectáculos. Es más, en las contadas ocasiones en que las noticias adscritas tradicionalmente al campo de la cultura encontraban hueco en sus páginas, el enfoque que se les daba era inequívocamente espectacular, o sea, bien poco cultural. Y así seguimos.

Por supuesto, no seré yo quien eche toda la culpa a los medios de una tal mezcolanza; al fin y al cabo, los medios reflejan la realidad tanto como la construyen, y, en último término, no pueden sustraerse a la demanda de sus audiencias. Ni seré yo tampoco quien sostenga que los productos del teatro, la danza, el cine, los conciertos, las exposiciones o incluso el circo no forman parte de la cultura. Dependerá de cada obra: de lo que proponga, de cómo trate lo propuesto, de las fuentes de las que haya bebido, de la novedad que aporte, del enriquecimiento espiritual o intelectual que procure; en síntesis, del grado de pensamiento que la recorra de punta a cabo. De igual modo, no todo producto de la creación literaria, por más que se inscriba en dicha categoría, adquiere «de facto» el marchamo cultural; dependerá también de esos mismos factores. Sea como sea, ese «mundo en el que —en palabras de Vargas Llosa— el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal», no parece tener en gran aprecio lo que desde la antigüedad grecolatina y hasta no hace mucho se había entendido por cultura.

En este proceso no todo ha sido, por supuesto, sometimiento a las leyes del mercado y a los dictados de la sociedad de masas. Los poderes públicos, siempre tan proclives a remar a favor del viento, han contribuido también con sus políticas al actual estado de cosas. Las ayudas a la cultura, incorporadas singularmente con los gobiernos socialistas de Felipe González —en una operación hecha a imagen y semejanza del modelo francés, ese que Marc Fumaroli ha desmenuzado sin contemplaciones en su ensayo «El Estado cultural» (Acantilado)—, han combinado las inyecciones de dinero a fondo perdido, en forma de convenios o subvenciones, con las rebajas fiscales. Lo cual ha tenido, claro, consecuencias. La más llamativa, la construcción de una industria del ocio también llamada cultural, dependiente en gran medida del Estado y fiel, en justa correspondencia, a sus requerimientos.

Ignoro si esos vínculos van a perdurar en el futuro o si, por el contrario, el cambio de tipo y las declaraciones del portavoz ministerial preludian ya la ruptura. Pero, por si acaso, yo les recomendaría a esos directivos de la Unión un cambio de táctica. Olvídense de la cultura y concéntrese en el IVA. Si lo que les afean es que se lucran con el entretenimiento, es decir, que colaboran en el «panem et circenses» al que tan aficionados son los gobiernos, ¿por qué no reivindican que se les aplique un 4%, como al pan, en vez del 21% a que les ha llevado el circo? Aunque no les escondo que eso tiene su riesgo. Porque, con lo mal que está la cosa, igual esos desalmados de Hacienda le dan la vuelta a la propuesta y nos encontramos, en un próximo Consejo de Ministros, con el anuncio de que el pan pasa al 21%.

(ABC, 24 de septiembre de 2012)

Pan y circo

    24 de septiembre de 2012