En los contratos de edición suele figurar una cláusula por la que el editor se reserva el derecho a opinar sobre la portada del libro. En otras palabras: la portada es tan cosa suya como del autor, si no más. Se comprende. Al fin y al cabo, en una librería —al igual que en cualquier otra tienda— el primer trato con la mercancía se produce por vía ocular. Y, a menos que uno tenga ya decidido en qué va a gastar su dinero, el aspecto de lo que halle en las mesas y en los estantes donde se agolpan las novedades puede acabar influyendo en su compra. De ahí la importancia del título. O de la ilustración. Por no hablar, claro, de la del autor, si bien en este caso, como es lógico, el nombre es el que es y no va a estar sujeto a otra discusión, si la hubiere, que la que afecta al cuerpo de letra.
De las dos portadas que tienen ustedes ante sí, la de la izquierda me incumbe. Como puede leerse justo debajo de la fotografía, yo fui el editor. Mejor dicho, el editor, a la inglesa. Ello significa que me responsabilicé de la obra y de sus contenidos. Eso sí, llegado el momento de decidir cómo iba a ser el frontis, intervino también, como es de rigor, la otra parte. O sea, el editor sin cursiva. Con el título no hubo problema. Gustó, y aquí paz y después gloria. Con la ilustración, en cambio, el acuerdo fue más arduo. Y no porque yo propusiera una foto y esta no convenciera al representante de la empresa, sino porque no encontramos de entrada, ni él ni yo, ninguna que diera el tono. Ah, el tono. Impresionante asunto. Algo de muy difícil concreción, sobre todo tratándose de un libro de libros, con cuatro autores por banda y mil páginas de por medio. Pero, en fin, seguimos buscando. Y, casi en última instancia, en el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona nos tropezamos con la imagen aquí reproducida. Ya está, nos dijimos, ya la tenemos. La fotografía reflejaba a las mil maravillas lo que era el libro y, en definitiva, lo que había sido, en origen —la instantánea corresponde a la barcelonesa plaza San Jaime, el 15 de abril de 1931—, aquel régimen: una enorme ilusión, tan enorme como inocente.
En cuanto a la portada de la derecha, nada sé de cómo se elaboró. O, lo que es lo mismo, por qué esa foto, tomada en la berlinesa Wilhelm-Platz el 13 de septiembre de 1938, y no otra. El diario de Shirer abarca el periodo comprendido entre 1934 y 1941 —si bien, en puridad, el periodista abandona Berlín en 1940—. O sea, el periodo en que la ilusión de la gran mayoría de los alemanes no hacía más que crecer. Pero la portada, al igual que la de la República española, coloca esa ilusión en unos rostros muy precisos. En unos rostros jóvenes, inocentes. Y abrumadoramente femeninos. Quizá porque es donde más resulta la amalgama de ilusión e inocencia. Añádanle, encima, esa fascinación por lo simbólico, concretada, en un caso, en los gorros frigios y las banderas tricolores y, en el otro, en las cruces gamadas.
Puede que sea eso, en el fondo, lo que comparten ambas fotografías: la presencia del símbolo como sinécdoque de un tiempo y de un país. Aunque yo, qué quieren, no me resisto a ver, en una y en otra, una misma inocencia, preludio de una tragedia sin par.
Factual, 18 de diciembre de 2009.