Motivos familiares me han llevado este fin de año a tierras noruegas. O sea, al frío. Dieciocho bajo cero y subiendo —esto es, bajando—. Para un español más o menos mediterráneo, semejantes temperaturas —y no digamos ya las que se están dando ahora mismo allí y en otras partes de Europa— producen un efecto casi paralizante. De tiritona para arriba, como mínimo. Pero Noruega, claro, no es sólo el frío. Noruega son también los noruegos. O, si lo prefieren, el frío y su circunstancia.

En un artículo de finales de los años veinte, Josep Pla se preguntaba qué demonios hacían tantos noruegos en Noruega, cómo podían vivir en aquel «cementerio de rocas» donde «uno tiene siempre un pie más alto que el otro» y donde «nunca se sabe qué hora es, porque la noche y el día se mezclan descaradamente»; por qué razón no emigraban, en definitiva, todos a una, hacia parajes más cálidos y soleados. Es verdad que, con el tiempo, algunos le han hecho caso. Pero son los menos. La mayoría de los noruegos siguen viviendo en Noruega. Y hasta suman hoy más del doble que entonces. Lo cual significa que siguen enzarzados en una lucha constante —sobre todo en esta época del año— por dominar la naturaleza, por sobreponerse a sus caprichos. Vivir, en Noruega, es a menudo sobrevivir. Y ello conforma, por supuesto, un carácter.

Hay que verlos desembarazando de nieve, en animosas paladas, el camino de acceso a sus viviendas. O desplazándose de un lado para otro bajo la ventisca infernal, porque no queda más remedio que hacer la compra, llevar los niños al colegio e ir a trabajar. O calzándose esos esquís interminables con los que medio andan y medio se deslizan y que les permiten marchar a campo través hasta que el cuerpo aguante. Así las cosas, su vida no es una vida regalada, sino construida. Más o menos como esos artilugios de Ikea que sus vecinos suecos inventaron un día: alguien con sentido del gusto les facilita la materia prima y las instrucciones de uso, y el resto —o sea, convertir esas piezas en un objeto útil y bello— no depende más que de su voluntad. De lo que se deduce, claro, que sin esa voluntad, sin ese esfuerzo, no hay nada que hacer.

Es lo que Joseph Roth, en un contexto harto distinto —aunque por la misma época en que Pla se sorprendía de la existencia de noruegos en Noruega—, denominó «la fructífera fatiga». Roth se refería a la educación y a la necesidad de que el estudiante pusiera de su parte algo más que la tan estéril pasividad. No me cabe la menor duda de que la presencia hoy de Noruega, junto a la de sus vecinos escandinavos, en los primeros puestos de los ránquines educativos debe muchísimo a esa cultura del esfuerzo.

ABC, 10 de diciembre de 2010.

La fructífera fatiga

    10 de enero de 2010