Entre 1952 y 1954, Gaziel hizo por lo menos tres viajes a Portugal. Están registrados en Portugal lejano, los dos primeros, y en La península inacabada, el tercero. Fue un jubileo. No porque el periodista catalán hallara ya entonces el modo de abandonar su trabajo de editor para retomar la escritura —la jubilación aún tardaría unos años en llegar —, sino porque esos viajes constituyeron para él como una suerte de indulgencia plenaria al término de una vida marcada por el destino y sus caprichos, no siempre corteses. Gracias a esas excursiones lusitanas, y a las que hizo, en aquella misma década, por las tierras de Castilla, Gaziel pudo por fin pasar del sueño remoto al sueño a pie de obra. Es decir, pudo seguir soñando con que la Iberia soñada por Maragall, esa unión entre España y Portugal que iba a resolver el encaje de Cataluña en España y, por extensión, el de España y Portugal en el mundo, no se demoraría ya mucho tiempo.

La realidad, claro, era otra. Era la que el propio periodista percibía ya en el primero de sus viajes. Dos pueblos que pasaron largos siglos atareados en labores de reconquista y que, tras reducir la morería a la mínima expresión, se lanzaron —en circunstancias distintas, pues Portugal, al contrario que España, estaba ya formado como país— a la gran aventura ultramarina. Dos imperios que lo fueron y ya no lo son. Y, en fin, dos ramas de una misma familia, dos manifestaciones de un mismo linaje que parecían condenadas a entenderse y vivían, en cambio, «ben girats d’esquena dins la mateixa capsa», hasta el punto de que nada sabían los portugueses de lo que hacían o dejaban de hacer los españoles —y no digamos ya los catalanes—, y viceversa.

Pero esa era sólo una parte de la realidad, la que parecía justificar el sueño de Maragall, renacido ahora en Gaziel. Junto a ella había otra y viajaba en tren. Mejor dicho, era el propio tren, aquel Lusitania Express que unía de noche, desde hacía más de una década, las dos capitales ibéricas y en el que iba justamente nuestro periodista, un día de diciembre de 1952, rumbo a Lisboa —donde le aguardaba, como de costumbre, la oronda y nada mística figura de su amigo Pedro Sainz Rodríguez—. Por supuesto, antes que el Lusitania había habido otros trenes. Desde 1881, en concreto. Pero sólo el que transportaba a Gaziel, un lujo para la época, merecía la categoría de sueño. Figúrense si lo merecía que hasta el propio viajero reconoce en su relato que el paso de la frontera «es torna gairebé insensible».

Ahora el Lusitania sigue uniendo de noche Madrid y Lisboa. Lo llaman un tren hotel, por lo que es posible que todavía invite a soñar. Aun así, el horizonte ya no pasa por aquí. El horizonte está ahora en la conexión de gran velocidad, en ese AVE —o TGV para los portugueses— que ha de juntar, en un plis-plas, ambas capitales. En la última campaña para las legislativas portuguesas, la candidata del centro-derecha hizo de la paralización del proyecto ferroviario una de sus principales bazas electorales. Y perdió. De hecho, ya lo había anunciado el barómetro del mes de julio: la mayoría de los portugueses no considera que las comunicaciones constituyan un problema y una mayoría relativa ve con buenos ojos una federación de Estados. Y los españoles, aunque algo más remisos, también se apuntan a la idea.

Y es que, si bien se mira, no hay nada como la realidad para cimentar un buen sueño. A fin de cuentas, el primer estadio de la actual Unión Europea —lo recordaba hace algunos años Valentí Puig— se llamaba Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Así pues, el carbón y el acero. Justo lo que se necesitaba entonces —1951— para dar vida a un tren.

Factual, 11 de diciembre de 2009.

Trenes de vida

    25 de enero de 2010