Lo cierto es que hay de qué. Castilla y León tiene más de dos millones de hectáreas de cultivo y una producción anual de cereales para grano que suele rondar los nueve millones de toneladas. O sea, que ese es el «target» de los topillos, a él dirigen su insaciable apetito. Y, como se hinchan a comer y se pegan la vida padre, crían como ratones. En definitiva, que había que tomar medidas. Y se tomaron. Tras unos primeros ensayos infructuosos, se emprendió una ofensiva a gran escala contra la especie, en la que no se ahorraron medios, ni humanos ni químicos. ¿El resultado? Parece que el bicho fue suficientemente diezmado, con lo que la cosecha dejó de correr peligro. Pero no sólo eso.
Según acaba de revelar un estudio realizado por investigadores del CSIC y de la Universidad de Valladolid, el tratamiento a que fueron sometidos los topillos ha dejado secuelas. En los propios topillos y en otras especies. Todo apunta a que la culpa de la aparición en la zona, y por la misma época, de la tularemia, una enfermedad infecciosa que aqueja a roedores y lagomorfos —o sea, a liebres y conejos—, pero también a humanos, la tuvo precisamente un biocida usado por los responsables de la limpieza. «Efectos secundarios», lo llaman algunos. Otros, de forma algo más gráfica, prefieren hablar de «daños colaterales», como si de un bombardeo se tratara. No les falta razón. Con todo, alguna solución habrá que encontrar, porque los agricultores palentinos ya han advertido que ahí viene, de nuevo, la plaga. Y si los topillos del campo fueran como los de la pradera, donde el macho no fecunda más que una hembra, aún. Pero no es el caso. Los nuestros le dan a la poliginia. Y luego, claro, son tantas y tantas las crías, que no queda más remedio que recurrir al infame bombardeo.
ABC, 6 de diciembre de 2009.