En la última década, y a excepción del terrorismo y el nacionalismo —que a veces son uno y lo mismo—, no ha habido probablemente en España cuestión más trillada y controvertida que la educación. Y es que en este inicio de siglo veintiuno se han conjugado una serie de factores que, o bien no se daban con anterioridad, o bien no se manifestaban todavía con intensidad suficiente. Esos factores son básicamente tres. Por un lado, está la reforma impulsada por los distintos gobiernos socialistas y concretada en la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, más conocida por LOGSE, que, aunque aprobada en 1990 y empezada a implantar un lustro más tarde, hubo de esperar a la década siguiente, o sea, a la actual, para producir sus primeros efectos. Por otro, y coincidiendo ya con la mayoría absoluta del Partido Popular, está la promulgación en 2002 de otra ley, la Ley Orgánica de Calidad de la Educación, más conocida por LOCE, que los principales dirigentes del Partido Socialista no tardaron en tildar, de forma algo impropia, de contrarreforma. Y luego, en fin, están los datos (1).
Así pues, es sobre todo la conjunción de esos tres factores lo que ha acabado convirtiendo la educación en un asunto crucial, de primerísimo orden, por no decir en un asunto de Estado (2). Y de los tres, y aun cuando el primero constituya el principal causante de la paupérrima situación en que se encuentra hoy en día la enseñanza en España, y el segundo demuestre, de modo fehaciente, que no todas las leyes son iguales, el verdaderamente decisivo es el tercero. O sea, los datos. Tal y como ha observado Francisco López Rupérez en un trabajo de muy aconsejable lectura, «el desarrollo del programa PISA de la OCDE junto con la definición, primero, y la aplicación, después, de la Estrategia de Lisboa de la Unión Europea han permitido situar políticamente en el panorama internacional la posición del sistema educativo español en materia de resultados» (3). En otras palabras: hasta que no hemos dispuesto de un sistema de evaluación independiente, supraestatal y suficientemente contrastado, y de unos objetivos comunes a todos los países de la Unión y de obligado cumplimiento; esto es, hasta que no hemos contado con un marco comparativo y regulador incontestable, no han sonado las alarmas. Porque España —tal vez convenga recordarlo— aparece en todas las estadísticas en la parte baja de la tabla, en zona de descenso garantizado, a un puesto o dos del colista (4).
Si bien se mira, y salvando cuantas distancias deban ser salvadas, ha ocurrido con la educación española —y, en mayor o menor medida, con la de otros países de Europa occidental, como el Reino Unido o Francia— algo parecido a lo ocurrido con el comunismo: hasta que no se ha destapado la olla, hasta que no ha aflorado la inapelable realidad estadística, la de los resultados, mucha gente no ha empezado a comprender de qué iba la cosa. A saber: cómo de unas intenciones supuestamente inmejorables —¿existe acaso mejor promesa que la de desterrar de este mundo las desigualdades y lograr la felicidad en la tierra de todos los seres humanos?— podían derivarse consecuencias tan funestas. Es verdad que, aun así, los partidarios del actual sistema educativo español —del mismo modo, por cierto, que los partidarios del comunismo— siguen en sus trece. Para ellos, la bondad del modelo es incuestionable; lo que falla, en todo caso, es su aplicación. De ahí que sea frecuente oírles recurrir a toda clase de excusas para tratar de justificar el ínfimo nivel de nuestros jóvenes y para tratar de justificarse, de paso, a sí mismos.
Una de estas excusas —no privativa del campo de la educación, por cierto— consiste en apelar al pasado. Si no ando equivocado, el primero en hacerlo fue el presidente del Gobierno, a finales de 2007, coincidiendo con la difusión de los datos del informe PISA 2006. Según Rodríguez Zapatero, «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», y como «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que teníamos», pues nos encontramos… con los pésimos resultados de los alumnos españoles evaluados en PISA.
Lo cierto es que no le falta razón al presidente. Eso sí, siempre y cuando ese pasado al que apela correoso, lejos de ceñirlo, como podría deducirse de sus palabras, a los años de la dictadura franquista, lo hagamos extensivo a algunos años más —por no hablar de siglos—. En este sentido, no hay duda de que el bajo nivel de estudios de parte de la población, e incluso la tasa nada desdeñable de analfabetismo, han supuesto un obstáculo en la transmisión de padres a hijos de determinados estímulos educativos. Lo cual no impide que también se haya dado el caso inverso: el de aquellos padres que, faltos de estudios, han hecho lo imposible para que su hijo se beneficiara de la existencia de una enseñanza pública gratuita —cuando no de una enseñanza privada de pago— y, a base de esfuerzo, obtuviera un título que le permitiera labrarse un porvenir.
La otra excusa más socorrida por parte de nuestros dirigentes políticos es la falta de inversión. En efecto, en España el gasto público en educación con respecto al PIB se halla, en términos porcentuales, un punto por debajo de la media de los países desarrollados y de la Unión Europea, y casi tres puntos por debajo de un país como Finlandia, que, junto a Noruega y Suecia, es de los que más invierten en este capítulo. Teniendo en cuenta que el sistema educativo finlandés está considerado, a la vista de sus resultados, como uno de los mejores del mundo, parece lógico establecer una relación de causa a efecto entre gasto público y rendimiento escolar o universitario.
Ahora bien, también aquí se dan contraejemplos, esto es, países que invierten menos de lo que les correspondería por los resultados obtenidos —el caso de México— y, al contrario, países con una inversión mayor que la que cabría esperar de sus resultados —el caso de Francia—. Y no sólo contraejemplos; también paradojas. Como la de constatar que los que se escudan en la falta de dinero para justificar el fracaso educativo no han hecho nada para subsanar, en el tiempo que llevan gobernando, esa carencia. Y es que a lo largo de la presente década apenas se ha modificado en España el porcentaje del gasto educativo con respecto al PIB.
Sea como fuere, y admitiendo incluso la parte de veracidad en que se fundamentan algunas de esas excusas, no hay duda de que no bastan, por sí solas, para explicar la situación en que se encuentra la enseñanza española. Ni para tratar de ponerle remedio. Vaya, que parecen excusas de mal pagador. Como si el propietario de una casa la hubiera echado abajo porque sí; hubiera edificado una nueva en su lugar; esta estuviera a punto de hundirse, y a él no se le ocurriera otra cosa, en su afán justificativo, que achacar su estado ruinoso a la falta de presupuesto y a deficiencias inherentes al solar donde se asienta el edificio. Hombre, yo diría que algo habrá tenido que ver también en el desastre el proyecto del arquitecto. Y los materiales usados por el constructor. Y hasta el trabajo de algunos operarios, más pendientes de seguir las consignas de sus sindicatos para poder beneficiarse de las prebendas pactadas que de cumplir con el cometido asignado. ¿O no? Pues, a juzgar por lo afirmado y reiterado por los garantes políticos y pedagógicos del actual sistema educativo, aquí no ha fallado otra cosa que el pasado —por exceso— y el dinero —por defecto—.
En el fondo, todo resulta mucho más simple —y, en lo tocante a la resolución del problema, mucho más complejo, claro—. El drama de la educación en España, lo que la convierte en uno de nuestros pecados capitales, y en uno de los más singulares, es la confusión entre ficción y realidad. Una confusión seminal, programática. Aunque no llegara a concretarse hasta la aprobación de la LOGSE, sus huellas son muy anteriores. Así, se hallan ya en la Ley Orgánica de Derecho a la Educación (LODE), promulgada por los propios socialistas cinco años antes, y también en la Ley General de Educación de 1970, más conocida como «Ley Villar Palasí», en alusión al ministro del ramo que apadrinó aquella primera reforma. Sobre la trascendencia de esta ley del tardofranquismo en el modelo educativo español, poco puede añadirse a lo ya expresado por Alicia Delibes en su introducción a La gran estafa: «Es indudable que la Ley General de Educación supuso un gran avance social: se logró la escolarización de todos los niños hasta los 14 años y, con el tiempo, muy pocos de 16 quedaron fuera de lo que se llama sistema reglado. Sin embargo, tuvo algunos defectos que han tenido consecuencias desastrosas. Por ejemplo, en su empeño por evitar el fracaso escolar, se suprimieron las reválidas y con ellas todas las pruebas externas y todos los obstáculos académicos oficiales hasta la llegada a la Universidad. Por otra parte, los dos años de ampliación de la enseñanza obligatoria hicieron que se pusiera a los escolares de 13 y 14 años en manos de los maestros que, para adaptarse a la nueva situación, tuvieron que realizar cientos de cursillos de muy dudosa calidad». Medidas ambas, como destaca la propia Delibes, que «no se había[n] ni se ha[n] producido en casi ninguno de los otros países europeos» (5).
Todo lo cual, por supuesto, no tenía ya como objeto formar a nuestros jóvenes, transmitirles los conocimientos necesarios para que, en el futuro, pudieran andar solitos por la vida, inculcarles determinados valores —como, por ejemplo, el afán de superación o el respeto a la autoridad— que contribuyeran a hacer de ellos unos seres responsables, sino, muy al contrario, educarles en la creencia de que otro mundo era posible y estaba en este. O podía estarlo. En este sentido, la promulgación, veinte años más tarde, de la LOGSE no hizo más que desarrollar, hasta sus últimas consecuencias, el principio acuñado por los versos de Paul Éluard. ¿Y cómo era ese otro mundo posible, que estaba en este y nosotros sin saberlo? Pues era un mundo feliz, claro, una especie de falansterio de convivencia —como lo definiera en su día Jean-François Revel refiriéndose a las aulas francesas—, una Arcadia en la que hombres y mujeres iban a ver realizados por fin todos sus sueños; en una palabra, era una ficción. Y, como nadie ignora —excepto, quizá, los políticos y pedagogos de izquierda—, la ficción no guarda demasiada relación con la realidad. Aunque a menudo se sirva de ella, aunque la tome como materia en bruto, introduce siempre en su textura las modificaciones y los encajes precisos para que no existan desajustes y todo cuadre. Ocurre lo mismo con las novelas y las películas: la vida suele estar detrás, ciertamente, pero alguien se ha entretenido en practicarle los arreglos oportunos a fin de que no quede allí ningún cabo suelto. O sea, a fin de que deje de ser lo que la mayoría de los mortales —excepto, quizá, los políticos y pedagogos de izquierda— entendemos por vida.
Por eso el modelo de enseñanza en curso ha erradicado la competencia de las aulas: porque la competencia, tan presente en la vida real, produce diferencias. Por eso ha suprimido la autoridad: porque la autoridad —imprescindible en cualquier sociedad, a menos de que uno quiera vivir en la tiranía (6)—, llevada al extremo, puede derivar en autoritarismo. Por eso ha renunciado a la excelencia; porque la excelencia, es decir, el reconocimiento de que no todos los seres humanos poseen las mismas capacidades o están igual de dispuestos a desarrollarlas, genera desigualdades. Y ese conjunto de arreglos no sólo ha comportado la materialización, entre las cuatro paredes del aula, de un sinfín de ilusiones; también ha traído aparejado un proceso denominativo. Se trata, a un tiempo, de una necesidad —a la novedad hay que poder nombrarla— y de una conveniencia. Sobre todo si uno es el inventor de la cosa, y si la cosa es nada más y nada menos que un mundo nuevo.
De ahí que una de las primeras obsesiones de los autores de la reforma educativa fuera designar la ficción que estaban creando con apelativos distintos a los ya existentes, del mismo modo que el novelista y el cineasta, aun cuando suelan tomar de la realidad determinados modelos, construyen un relato «ad hoc» en el que hechos y personajes reciben un nuevo bautismo. Fue así como el recreo pasó a llamarse «segmento de ocio»; como la falta de disciplina se convirtió en una «conducta contraria a la convivencia»; como el aprobado y el suspenso cedieron el sitio, según el nivel de estudios, al binomio «progresa adecuadamente»/«necesita mejorar» —lo que no impedía pasar de curso, todo sea dicho— o al binomio «promociona»/«no promociona»; y como el mundo de la enseñanza, en fin, constituido hasta entonces por maestros, profesores y alumnos, fue denominado «comunidad educativa», con lo que, además de ampliarse considerablemente el número de partícipes —ya no eran únicamente docentes y discentes, sino también los padres, el personal administrativo, los psicopedagogos, la propia Administración y los sindicatos del ramo—, se reforzaba la unidad del colectivo mediante la disolución de sus partes en un ente superior, intangible, ajeno a la realidad y a sus manejos.
Esa obsesión por la nomenclatura tuvo asimismo otras manifestaciones. Por ejemplo, y en aras de alcanzar la tan ansiada sociedad sin clases —aunque la sociedad y las clases se limitaran, aquí, al campo educativo—, la igualación de maestros y profesores, llamados en lo sucesivo «trabajadores de la enseñanza» (7). Y, en un sentido contrario, el rechazo a cualquier iniciativa que pudiera retrotraernos a aquel pasado ominoso satirizado en El florido pensil. Así, cuando el Partido Popular propuso, en aplicación de la LOCE, recuperar la vieja reválida, esto es, un sistema de evaluación común a todos los españoles y externo, por lo tanto, a cada centro de enseñanza y a las respectivas Comunidades Autónomas, la entonces oposición socialista puso el grito en el cielo. Y, curiosamente, su reacción no se debió tanto, en apariencia, a lo que suponía desde el punto pedagógico una tal medida, como al hecho incuestionable de que la palabra «reválida» remitía al bachillerato anterior a la Ley General de Educación de 1970. O sea, al franquismo puro y duro.
Bien mirado, lo que la reforma educativa encarnada en la LOGSE ha pretendido, por encima de todo, es que la escuela tuviera lo que José Luis Rodríguez Zapatero ha definido, en la hagiografía que le escribió Suso de Toro, como «un marco agradable, positivo» (8). Él lo tuvo, a juzgar por sus propias palabras, y eso que todavía fue instruido —en gran parte, al menos— en tiempos de la dictadura. ¿Y qué puede significar, para el presidente del Gobierno, «un marco agradable, positivo»? La respuesta nos la da él mismo: «Hay cosas que al final explican la vida. Yo lo resumo en que no recuerdo haber recibido una bofetada de mis padres. Ni un suspenso en mi trayectoria académica» (9). Dejemos a un lado, si les parece, la bofetada y los padres, y ocupémonos del suspenso y de la trayectoria académica. Si este es el paradigma de la felicidad, el marco agradable y positivo al que todos los seres humanos, y muy particularmente los españoles, deberían poder aspirar tarde o temprano, a nadie ha de extrañar que nuestra izquierda haya intentado instaurarlo por ley (10). Al fin y al cabo, obrando así no ha hecho más que seguir el camino trazado por las demás izquierdas de Europa occidental, aunque los resultados obtenidos hayan sido, a la vista está, infinitamente peores aquí que en otros lugares.
Esa ficción sesentayochista (11) se caracteriza, como muy bien intuye Rodríguez Zapatero al tratar de explicarse su vida, por la ausencia de conflicto, de contrariedad. Dicho de otro modo: en el conjunto de la etapa obligatoria, lo mismo en primaria que en secundaria, los contenidos dejan de constituir un obstáculo que hay que superar, algo que le viene dado al alumno y cuya asimilación va a requerir un esfuerzo por su parte, para convertirse en una suerte de ornato, en un añadido perfectamente prescindible. ¿Y qué es, entonces, lo fundamental, lo decisivo, el punto cardinal de todo el proceso educativo, una vez descartada la transmisión del conocimiento? Pues una cosa difícil de precisar, y más aún de calibrar, por cuanto no depende ya de un referente externo, sino que se concreta en lo que cada alumno se ve con ánimo de hacer, de producir. Por el mero hecho de ser el resultado de ese ánimo —y poco importa si es mucho o poco—, el producto obtenido, con independencia de sus propiedades, posee ya un valor. Y ese valor, por lo demás, ni siquiera puede compararse con el asignado a lo producido por otros alumnos, puesto que no existe un sistema de referencia común que permita determinarlo. Se trata, en todos y cada uno de los casos, de un valor autónomo, no sujeto a evaluación ninguna. Si bien se mira, en la enseñanza española relativismo y constructivismo van de la mano. Y, en cuanto a la instrucción, esa vieja dama que incluso había dado nombre, antes de la guerra civil, al ministerio del ramo, hace mucho que no está ni se le espera.
Ahora bien, para explicarse semejante estado de cosas, para entender por qué el estudio se halla tan devaluado, no basta con acudir a la aversión manifiesta que los garantes del vigente modelo educativo sienten por todo lo que comporte voluntad, esfuerzo, aplicación, constancia; en una palabra, superación de las dificultades. También conviene tener presente que la práctica y el fomento del estudio acaban por revelar, tarde o temprano, la existencia de buenos y malos estudiantes, y, en consecuencia, la existencia de niveles, jerarquías y, ¡ay!, desigualdades. Demasiada contrariedad para una burbuja que se quiere, ante todo, feliz. O, si se prefiere, demasiada realidad. De ahí, sin duda, que el poco espacio reservado en el modelo actual a los contenidos se asemeje tanto a una barra de bar en la que el alumno puede ir picando lo que le venga en gana, sin necesidad de terminar siquiera lo que él mismo se sirve y sin que esos alimentos hayan sido dispuestos siguiendo un criterio formativo cualquiera, excepto el de subvenir a los caprichos, siempre fugaces, de quienes se supone que están allí para nutrirse.
Claro que tampoco cabe descartar que el descrédito del estudio tenga que ver con otra clase de factores. Por ejemplo, con los que asoman detrás de estas nuevas palabras del presidente del Gobierno, pertenecientes también a Madera de Zapatero: «Y otra conversación que conservo (…) fue con un pastor (…) Lo encontré por la orilla del río, charlamos un rato, preguntó qué estudiaba y le contesté que la carrera de Derecho. Me dijo: “Soy pastor, no he podido estudiar, pero se acordará de una cosa que le voy a decir”. “Dígame, dígame usted.” Y me dijo: “Las cosas que se aprenden sin estudiar no se olvidan”. (…) Lo he repetido muchas veces» (12). De lo que se deduce que el estudio no únicamente supone un esfuerzo y genera desigualdades, sino que encima —a juicio, al menos, de aquel pastor y de quien le escuchaba y sigue guardándolo en la memoria— debe de ser inútil, puesto que lo único que no se olvida es lo aprendido sin estudiar. Así las cosas, y dado el grado de afinidad entre las creencias de nuestro máximo gobernante y las de quienes urdieron en su momento el marco legal que continúa regulando la educación en España —correligionarios suyos, al cabo, o, como mínimo, compañeros de viaje—, no es de extrañar que, en esta materia, andemos como andamos. Es decir, a gatas (13).
Para salir del atolladero, para encontrar el modo de enderezar la situación y devolver a la enseñanza la función capital que siempre había tenido en la sociedad, no queda más remedio que pinchar la burbuja. Sí, hay que dejarse de ficciones y volver a la realidad. Toda transacción entre una y otra instancia —como cuando un escritor, pongamos por caso, se sirve de un hecho real para tejer una trama que no existe más que en su imaginación— está abocada al fracaso. Lo primero es tocar con los pies en el suelo, o sea, aceptar el mundo tal cual es y olvidarse de otros mundos posibles. Sólo a partir de aquí puede uno intentar reparar el desaguisado.
Y aceptar la realidad supone aceptar que lo anunciado por Hannah Arendt en 1954, en su ensayo «The crisis in education» (14), no sólo sigue siendo válido, sino que, dadas las circunstancias, lo es más que nunca. Decía Arendt entonces, refiriéndose a Estados Unidos, pero extendiendo su reflexión a casi cualquier otro país (15), que «el problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho de que, por su propia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición» (16). Y también decía, entre otras muchas cosas que contribuyen a iluminar el túnel en que nos encontramos (17), que los maestros y educadores, y en general toda la sociedad, debían tener muy presentes esos dos conceptos —autoridad y tradición— a la hora de educar a niños y jóvenes, ya sea en el ámbito familiar, ya en el de la escuela. En otras palabras: que el hecho de que en la esfera pública esos dos conceptos hubieran entrado en crisis no debía ser óbice para que conservaran toda su importancia en el campo educativo.
Sobra decir que tanto la autoridad como la tradición han dejado de ejercer, en nuestro sistema de enseñanza, el papel que siempre habían ejercido —y eso, en el supuesto de que todavía ejerzan alguno—. En este sentido, el que la Comunidad de Madrid se haya propuesto elevar a rango de ley la autoridad del profesor, y al margen de si la medida puede o no resolver, por sí sola, algunas de las carencias que afectan a la escuela, constituye, por de pronto, una señal de alerta. Hemos llegado al límite, y así parecen entenderlo tirios y troyanos. O sea, no sólo la Comunidad de Madrid, sino también el presidente del Gobierno, el ministro de Educación, los partidos políticos mayoritarios, las asociaciones de padres, los sindicatos del ramo, y no digamos ya la inmensa mayoría de los sufridos docentes. En realidad, lo único positivo de estas situaciones extremas es su capacidad de movilización. Otra cosa, claro, es que esa movilización, al final, surta efecto.
A juzgar por las declaraciones de unos y otros, la solución no puede sino pasar por un pacto de Estado. Se trata, sin duda alguna, de palabras mayores. Porque comprometen al Estado, pero, sobre todo, porque un pacto supone siempre un arreglo entre las partes, esto es, una serie de renuncias a uno y otro lado de la mesa de negociación. Esa clase de acuerdos, en la medida en que confrontan a las dos grandes tendencias del arco ideológico, suelen darse en el ámbito político (18). Es más: sólo allí tendrían que darse. Y deberían dejar al margen, y a buen recaudo, la educación. Vuelvo a Arendt: «Debemos separar de una manera concluyente la esfera de la educación de otros campos, sobre todo del ámbito vital público, político» (19). De lo contrario, la educación no sólo se convierte en moneda de cambio, sino que su esencia misma se debilita de forma irremediable al verse sometida a la contingencia de un proceso negociador. ¿Qué sentido tiene, en efecto, alcanzar un acuerdo sobre la reforma de la Formación Profesional, o sobre la prolongación del Bachillerato, si ese acuerdo no lleva aparejado la asunción de que el modelo vigente —igualitarista donde los haya, y, en consecuencia, contrario al mérito, al rigor y a la excelencia— debe dotarse, desde el comienzo mismo de la Primaria, de cuantos mecanismos internos y externos sean precisos para garantizar que el que vale y se esfuerza podrá sacar el máximo provecho de sus estudios, con independencia de cuáles sean sus orígenes? Lo máximo a que puede aspirarse, en tales circunstancias, es a un triste remedo. Y aún.
Como suele suceder con las cuestiones fundamentales de nuestro tiempo —y la educación, guste o no, lo es—, uno termina por convencerse de que todo, o casi todo, ha sido dicho ya. Acabamos de comprobarlo con el ensayo de Arendt, escrito hace más de medio siglo. Y lo certifican también las maravillosas memorias de infancia y juventud de Agustí Calvet, Gaziel, publicadas en catalán en aquella misma década de los cincuenta y cuya traducción al castellano sigue asombrosamente pendiente (20). En el penúltimo capítulo de la última parte del libro, con ocasión del relato de la estancia del autor en la Residencia de Estudiantes de Madrid para preparar unas oposiciones a cátedra de Historia de la Filosofía, Gaziel traza un retrato tiernísimo de Francisco Giner de los Ríos, a raíz de una excursión a la Sierra con dos compañeros más y el propio Giner. Y no sólo eso. También dedica unos párrafos a la obra de la Institución Libre de Enseñanza que no tienen desperdicio.
Para Gaziel, lo que se propusieron Giner y los suyos se parece «a lo que obtienen, desde hace centurias y regularmente, las famosas organizaciones escolares británicas, como Oxford, Cambridge y Eton. Querían formar equipos de hombres superiores que enaltecieran en todos los aspectos la vida moral e intelectual del país» (21). Sólo que España no es Inglaterra, claro. Ni lo es ni lo ha sido, por lo que el engarce entre las ideas de la Institución y la tradición autóctona sólo podía producirse a fuerza de siglos. Pero aún había un inconveniente mayor para que el patrón británico llegara a cuajar. En Inglaterra esas individualidades encontraban acomodo en la sociedad a través del Partido Conservador. En España eso era imposible. Y, encima, ni Giner ni la Institución trabajaron en este sentido, sino que tomaron el «falso sendero» que llevó a aquella «minoría selecta (…) a fundirse en el elemento más contrario y aniquilador para ella: el de las inmensas masas amorfas». El resultado fue que «todos aquellos españoles de calidad, (…) por una falsa visión de la realidad», en vez de elevarse, como creían, hacia las alturas, «cayeron en el foso de los leones y se los comieron las fieras».
Quizá no esté de más recordar, ya para concluir, que la Institución Libre de Enseñanza ha sido siempre el faro señero de cuantos movimientos de renovación pedagógica ha habido en este país, y, entre ellos, claro, del que dio a luz, tras largo y trabajoso embarazo, a la LOGSE. Y si creo que conviene recordarlo no es, en modo alguno, porque yo considere que el estado de la educación en España sea equiparable al de los tiempos de Giner de los Ríos. Qué más quisiéramos. No, la situación actual es infinitamente peor. Ahora, por no tener, ya ni siquiera tenemos minorías selectas o españoles de calidad que echar a los leones. ¡Y lo mucho que deben de estar lamentándolo las pobres bestias!
[1] En 2006, un nuevo gobierno socialista, tras derogar la LOCE antes incluso de que pudiera ser aplicada, aprobó una nueva ley, la Ley Orgánica de Educación, más conocida por LOE. Si no la he incluido entre los elementos condicionantes es porque se trata, en el fondo, de un simple remedo de la LOGSE.
[2] Recuérdese, al respecto, lo expresado el pasado 5 de octubre por el presidente Rodríguez Zapatero en su «Carta abierta a los maestros», en ocasión del Día Mundial del Docente, o las reiteradas declaraciones del ministro Gabilondo abogando por la consecución de un pacto educativo.
[3] Francisco López Rupérez, «La reforma de la educación escolar», Ideas para salir de la crisis, 2, 15 de septiembre de 2009, Fundación Faes, pág. 6. Del mismo autor, y en relación con lo que aquí nos ocupa, también merece la pena leer una obra anterior, El legado de la LOGSE (Madrid: Gota a gota, 2006).
[4]Tanto en las referidas al fracaso escolar (estudiantes que no acaban la secundaria obligatoria) o al abandono escolar (estudiantes que no prosiguen sus estudios después de la fase obligatoria, o no los terminan) como en las relativas a los niveles de conocimiento científico o matemático o de comprensión lectora.
[5] Alicia Delibes, La gran estafa. Madrid: Grupo Unisón Producciones, 2006, págs. 12-13.
[6] En su última Tercera («Defensa de la jerarquía», Abc, 16 de agosto de 2006), Cándido proclamaba que «la idea moderna y alborozadamente democrática de que podemos elegir entre jerarquía e igualdad es (…) mera fantasía. Y ello porque la verdadera alternativa a la jerarquía no es la igualdad, sino la tiranía. Quien no quiera autoridad o no sepa ejercerla se encontrará al fin obedeciendo a la fuerza bruta».
[7] De forma análoga, a los catedráticos se les reconoció tan sólo la condición de tales, por lo que se convirtieron, «de facto», en unos agregados más. Pero el proceso igualitario fue incluso más allá. La relación entre docentes y alumnos dejó de ser en muchos casos una relación jerárquica, marcada por el respeto a la autoridad, para convertirse en una suerte de relación entre colegas —o entre coleguis—, donde lo fundamental ya no era el proceso educativo o de aprendizaje, sino, simplemente, llevarse bien. O, si se prefiere, el buen rollo.
[8] Suso de Toro, Madera de Zapatero. Retrato de un presidente. Barcelona: RBA, 2007, pág. 18.
[9] Ibidem.
[10] Sobra añadir que, si no ha intentado algo parecido en otros campos, no es por falta de ganas. Uno puede proponerse erradicar los suspensos de la escuela; tratar de hacer lo propio con los cachetes administrados en familia resulta ya más difícil, por mucho que la justicia, con algunas de sus sentencias, colabore de vez en cuando.
[11] Un simple repaso a algunos de los lemas de Mayo del 68 permite ver hasta qué punto la actual ficción educativa es hija de aquellos polvos: «Mis deseos son la realidad», «Olvidad todo lo aprendido y empezad a soñar», «Sed realistas, pedid lo imposible», «Prohibido prohibir», etc.
[12] Suso de Toro, op. cit., pág. 43.
[13] Compárense —aunque sólo sea para comprobar hasta qué punto las comparaciones, además de odiosas, son traidoras— los valores que subyacen bajo esas palabras del actual presidente del Gobierno con los contenidos en este editorial del diario La Voz publicado en plena Segunda República, es decir, durante el régimen que José Luis Rodríguez Zapatero ha tomado siempre como ejemplo de suprema virtud: «La España republicana saluda cordial a M. Eduardo Herriot, jefe del partido radical francés, presidente del Consejo de Ministros de la vecina República, escritor ilustre, orador elocuentísimo, “normalien” y humanista salido de la escuela laica, hijo del pueblo, y como el pueblo robusto física y moralmente, que supo elevarse en ascensión dolorosa y heroica a las alturas de la fama y a las responsabilidades de la gobernación del Estado gracias a un talento clarísimo, a un trabajo agotador y a una voluntad acerada e indomable» (La Voz, 31 de octubre de 1932).
[14] Citaré, en adelante, por la versión española más reciente: «La crisis en la educación», en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona: Península, 2003, págs. 269-301.
[15] «En este siglo, estamos en condiciones de aceptar, como regla general, que todo lo que sea posible en un país puede ser también posible en casi cualquier otro, en un futuro previsible.» (Hannah Arendt, op. cit., pág. 270.)
[16] Hannah Arendt, op. cit., pág. 299.
[17] Una de esas cosas, a todas luces fundamental, es la siguiente: «(…) me parece que el conservadurismo, en el sentido de la conservación, es la esencia de la actividad educativa, cuya tarea es siempre la de mimar y proteger algo: al niño, ante el mundo; al mundo, ante el niño; a lo nuevo, ante lo viejo; a lo viejo, ante lo nuevo». (Hannah Arendt, op. cit., pág. 295.)
[18] Y las materias susceptibles de formar parte de esos pactos son, por lo general, las que afectan a la propia integridad del Estado. O sea, la política territorial, la de seguridad —y, en especial, el terrorismo— y la internacional.
[19] Hannah Arendt, op. cit., pág. 299.
[20] Gaziel, Tots els camins duen a Roma. Història d’un destí (1893-1914). Barcelona: Aedos, 1958.
[21] Traduzco a partir de la edición de las obras completas: Gaziel, Obra catalana completa. Barcelona: Selecta, 1970, pág. 716. Todos los fragmentos citados se encuentran en la misma página.
Letras Libres, diciembre de 2009.