Un Estado en el que una parte del mismo, las Islas Baleares, soportan desde el comienzo de la última legislatura autonómica un cúmulo de casos de corrupción que afectan a diputados, consejeros y concejales en activo, y en el que una formación política, Unió Mallorquina, integrada en multitud de gobiernos insulares, empezando por los más representativos, tiene a toda su cúpula imputada, en libertad bajo fianza o privada de pasaporte, hasta el punto de que su presidente, Miquel Àngel Flaquer, que había accedido al cargo hace unos meses en sustitución de un compañero inculpado en múltiples procesos, acaba de dimitir y de abandonar la política, tras verse acorralado por la justicia; un Estado así, digo, no es un Estado.
Un Estado en el que el presidente de una de sus Comunidades Autónomas, en este caso la catalana, haciendo valer no se sabe muy bien qué hechos, qué razones y qué argumentos, proclama, en el marco incomparable del 650 aniversario de la creación de la Generalitat, que «si nuestra historia colectiva hubiera sido otra, todo lo que hacemos y decimos serían gestos de normalidad», en lo que no puede ser interpretado sino como un solemne brindis al sol que más calienta, que es el de la queja, el chantaje y la tensión permanente entre la parte y el todo; un Estado así, digo, no es un Estado.
Un Estado, en fin, en el que sus representantes, esto es, la clase política, son percibidos por sus representados, en las encuestas supuestamente más fiables, las que elabora el Centro de Investigaciones Sociológicas, como el tercero de los problemas que tiene planteados en este momento el país, por encima de la inmigración, del terrorismo, de la inseguridad ciudadana y de la corrupción y el fraude, y sólo superado por el desempleo y la situación económica; un Estado así, insisto, no es un Estado.
Si hace unos años, a raíz del proceso de reforma del Estatuto catalán —y de la corresponsabilidad en el mismo del partido socialista y de su secretario general y presidente del Gobierno—, Francisco Sosa Wagner acuñó el concepto de «Estado fragmentado», ahora el concepto ha quedado obsoleto. En efecto, el Estado ya no está fragmentado. El Estado —como anunció en su día, la mar de alegre y sin que le hicieran mucho caso, el ex presidente Maragall— se ha convertido en algo residual, agónico. Y lo peor no es eso. Lo peor es que nadie sabe cuánto puede durar esa agonía.
ABC, 25 de diciembre de 2009.