Como es bien sabido, una de las principales características de un régimen totalitario es la anulación del libre albedrío. El individuo deja de ser alguien capaz de elegir entre dos o más opciones, alguien capaz de decidir por sí mismo, y se convierte en un sujeto pasivo, conformado y, a menudo, satisfactoriamente feliz. Por supuesto, no todos los totalitarismos son iguales, no todos alcanzan una eficacia parecida. Los hay más burdos y los hay más sofisticados. Pero puede que sus manifestaciones más llamativas e interesantes no se den tanto en el seno de un sistema dictatorial, donde tienen, al cabo, una naturaleza previsible, como en un régimen de libertades —en una democracia, en una palabra—.

En este sentido, Cataluña, y en especial la Cataluña de estos últimos años, es un parque temático excelente, incomparable. Esta semana, por ejemplo, hemos tenido el caso Centelles. ¿Que dónde está el totalitarismo, tal vez se pregunten ustedes? Pues muy sencillo: está en que los medios políticos y culturales catalanes, junto a los medios a secas —esos del editorial único—, consideren anómalo, insólito, cuando no una agresión intolerable, que los archivos del fotógrafo Agustí Centelles hayan sido vendidos por sus hijos al Ministerio de Cultura y este vaya a exponerlos en el Centro Documental de la Memoria Histórica, con sede en Salamanca. Una reacción de este tipo se sostiene en una sola y muy elemental creencia: la obra de un fotógrafo catalán no puede conservarse —y la conservación, en términos museísticos, incluye la difusión y la investigación vinculadas a esos fondos— si no es en Cataluña y a cargo de Cataluña. O sea, si no se ocupa de ello Catalunya, SL.

Pero lo más grave no es que todos o casi todos esos representantes de la cultura, la política y los medios piensen así, sino que también lo hagan la mayoría de los ciudadanos que se interrogan sobre lo sucedido. Es decir, que la mayoría den por hecho que esos archivos tenían que acabar en alguna parte de Cataluña y no en cualquier otra parte de España, o, lo que es lo mismo, que a nadie se le haya ocurrido preguntarse: ¿y por qué no? ¿Por qué no han de estar en Salamanca, donde existe un centro del Estado creado «ex profeso» para albergar esa clase de fondos, con unas posibilidades infinitamente superiores a las de cualquiera de los centros análogos que la Generalitat tenga ya o alcance a tener? Pues bien, esa aceptación resignada de que las cosas no pueden ser más que como dispone el «statu quo» nacionalista es una de las muestras más palmarias del grado de sometimiento del ciudadano a los designios del poder y, en definitiva, del grado de penetración del totalitarismo.

Sí, ya sé que también ha habido quien, como Pilar Rahola, ha querido ver en la compra del archivo una evidencia de la mala fe de la ministra, de sus aviesas intenciones, porque Ángeles González-Sinde se adhirió en su momento al «Manifiesto por la lengua común». Pero eso, francamente, más que una muestra de totalitarismo, es una pura sandez.

ABC, 5 de diciembre de 2009.

¿Y por qué no?

    5 de diciembre de 2009