Me he armado de valor —lo requiere esa prosa inmunda de nuestra clase política, donde conviven por sistema la ignorancia gramatical y el engendro estilístico— y he leído el documento de la semana. En la exposición de motivos, los cuatro grupos nacionalistas que lo suscriben —esto es, todos los del Parlamento de Cataluña, menos el PP y los restos de Ciutadans— dan por hecho que «después de tres años y medio de debate (…) sobre los recursos presentados (…), el Alto Tribunal ha evidenciado su incapacidad práctica para abordar una decisión tan trascendente como esta» —traduzco, claro—.

En efecto. Pero esto no significa que el Alto Tribunal no vaya a lograr en los próximos días lo que ha sido incapaz de lograr en los últimos tres años y medio. No, no se trata de un simple cálculo de probabilidades. Ni siquiera de una apelación al azar. Se trata, tan sólo, de un cambio de ponente, y de lo que este cambio puede traer consigo. A juzgar por las últimas noticias, el magistrado Guillermo Jiménez ha empezado ya a distribuir entre sus compañeros del Constitucional una nueva ponencia, que incluye, al parecer, tres fallos posibles, que van desde el más benigno con el texto del Estatuto hasta el más cruel. Así pues, en cuanto Emilia Casas tenga a bien convocar un pleno, sus señorías podrán discutir el nuevo dictamen, optar por uno de los tres fallos propuestos y, en su caso, aprobarlo. Porque lo más probable —y en eso consiste la diferencia sustancial con respecto a la antigua ponencia de la magistrada Elisa Pérez Vera— es que lo aprueben.

De lo que se siguen dos consecuencias nada ejemplares. La primera es que la presidenta Casas ha sido, hasta la fecha, la principal culpable de que el Tribunal no haya alumbrado sentencia alguna. Su empecinamiento en modificar lo que era, desde el principio, la opinión mayoritaria de la Sala, encargando ponencia tras ponencia a Pérez Vera, aun sabiendo que la orientación de la propuesta iba a chocar inevitablemente con el criterio de esa mayoría de magistrados, no podía tener otro fin que el de ir dilatando la cosa, a la espera de alguna muerte súbita que recompusiera la relación de fuerzas o, quién sabe, de algún milagro —laico, por supuesto—. Si la presidenta hubiera obrado desde el primer momento —o nada más producirse el primer fracaso— como lo ha hecho ahora, llevaríamos años con el tema zanjado.

La segunda consecuencia, claro, es que el documento del Parlamento catalán no persigue otro objetivo que paralizar «in extremis» esa sentencia inminente. O sea, justo lo contrario de lo que dice perseguir. Aunque eso, claro, sería dar mucha importancia a nuestros nacionalistas y a sus manejos parlamentarios. Pongamos, pues, que el objetivo es algo más modesto. Pongamos que consiste en deslegitimar todavía más al Constitucional, a sabiendas de que la sentencia está al caer y de que va a ser, sí o sí, desfavorable a sus intereses. O, si lo prefieren, en ir calentando motores que vienen tiempos electorales.

Qué pereza, qué hastío, Cataluña y sus asuntos.

ABC, 1 de mayo de 2010.

El documento

    1 de mayo de 2010