De todo eso me enteré yo, como les decía, en mayo de 2006, cuando Joan Martí i Castell, presidente de la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans, compareció en la Comisión de Trabajo y Asuntos Sociales del Congreso de los Diputados —que estaba debatiendo por entonces el «Proyecto de Ley por la que se reconoce y regula la lengua de signos española»— para informar a sus señorías de la existencia de una tal singularidad. Y ahora, de pronto, leo en el periódico que esta misma semana el pleno del Parlamento autonómico ha aprobado una ley que regula la LSC «como sistema lingüístico propio de las personas sordas y sordociegas signantes de Cataluña», lo que supone que su aprendizaje, su docencia y su difusión quedan en adelante garantizados.
Como comprenderán, no puedo sino alegrarme por la noticia. No existe mejor ley que la que reconoce una realidad incontestable, y ese parece ser el caso. Con todo, como no hay rosa sin espinas, la sesión del pasado miércoles también sirvió para que algunos de nuestros parlamentarios mostraran, una vez más, su incomparable cinismo. No, no me refiero ahora a la intervención del recolector de chapas y lanzas que ocupa la vicepresidencia del Gobierno y a sus loas herderianas del tipo «la LSC ha modelado un paisaje»; me refiero a su correligionaria Maria Mercè Roca, quien se relamió felicitándose de que la ley diera rango y prestigio «a una nueva lengua propia de Cataluña», de que, gracias a su aprobación, quedara demostrado una vez más que «Cataluña es un país que cree en la diversidad cultural y respeta las minorías lingüísticas», de que «la LSC da derechos pero no obliga a nadie» y de que el más importante de esos derechos era «el derecho a decidir de los padres».
Ahora sólo falta que en la próxima legislatura sus señorías hagan una ley parecida para la lengua —sin signos— castellana.
ABC, 29 de mayo de 2010.