Pero, aparte de Pujol, hay otras viejas glorias que también le dan a la lengua por partida doble. Por ejemplo, Rafael Ribó, que, aunque siga en activo, no deja de ser, al cabo, una reminiscencia. El otro día, en su condición de Síndic de Greuges, Ribó compareció en el Parlamento catalán. Ya saben, cada año el Síndic presenta un informe de gestión en el que se indica el número y la naturaleza de las quejas recibidas y se especifica el curso que cada una de ellas ha seguido a partir de allí. Por descontado, la ocasión también sirve para que sus señorías intervengan. Es decir, declaren. Y para que el Síndic apostille. La cuestión es parlotear. Pues bien, el otro día Ribó, ya enfrascado en el debate, afirmó que una sentencia que modifique los artículos estatutarios referidos a la lengua pondría en peligro la «convivencia lingüística». Dejemos a un lado, si les parece, la absurdidad del sintagma y centrémonos en el argumento. Por supuesto, no existe razón ninguna para suponer que la convivencia peligre porque una sentencia obligue a laminar un texto que sólo ha sido ratificado —no está de más recordarlo— por algo más de un tercio de los ciudadanos. De la misma manera, el que no haya, a su juicio, «conflictividad social sobre esta cuestión, más allá de anécdotas puntuales», tampoco constituye motivo alguno para oponerse a que el articulado del Estatuto se ajuste a la Constitución. Si bien se mira, esa clase de razonamientos —a los que tan proclive es también la vicepresidenta Fernández de la Vega cuando le preguntan los viernes por asuntos espinosos de esta u otra índole— no distan mucho de los empleados por Jordi Pujol en su editorial. Consisten, «grosso modo», en eludir el fondo del problema —en este caso, la pura y simple aplicación de la legalidad vigente— y en armar una suerte de dispositivo que actúa a modo de coraza y de estilete. O sea, que lo mismo protege que amenaza.
Como el nacionalismo, al cabo.
ABC, 15 de mayo de 2010