A juzgar por las conclusiones a las que ha llegado, parece que esas posibilidades no son muchas, la verdad. Si las circunstancias no cambian, a la trucha de los Pirineos catalanes le quedan cien años. ¿Y qué son cien años para una especie? Nada, un chiste. De ahí que la bióloga ande algo triste con la mengua de los genes autóctonos y su hipotética desaparición. Vivimos en un mundo donde se valora lo propio, lo natural, lo no mistificado, y donde se recela, casi por principio, de lo importado, de lo artificial, y no digamos ya de lo transgénico. Así las cosas, no es de extrañar que las repoblaciones a que se halla sometida la especie mediante las introducciones en el curso de los ríos de truchas criadas en piscifactorías y originarias del norte de Europa, y cuyo fin no es otro que el de satisfacer nuestras ansias pescadoras y comedoras, sean percibidas, en la medida en que constituyen una amenaza para la pureza genética de la variante aborigen, como un artificio maligno. Lo cual no significa, claro, que dicha percepción deba ser, por fuerza, atinada.
Con el debido respeto por el trabajo de la investigadora, y tras comprobar que el Estatuto de la discordia nada dice, en ninguno de sus innumerables artículos, sobre los derechos históricos de la trucha, me permito aconsejar a quienes se interesen por los asuntos relacionados con los efectos de los movimientos poblacionales que no pierdan nunca de vista la lección de Anna Cabré. O sea, la que se desprende de la tesis que la demógrafa elaboró hace dos décadas. A saber: si Cataluña no hubiera tenido en el siglo XX las migraciones que tuvo, en 1980 la población habría sido tan sólo de 2.360.000 habitantes, en vez de los seis millones efectivamente censados. Y no hace falta añadir que, de no existir ese complemento migratorio, lo más probable es que tampoco existiese hoy en día —y no es más que un ejemplo entre muchos— la mismísima Universidad de Gerona.
ABC, 21 de febrero de 2010.