Para Àngel Duarte
A veces la tomamos con alguien. Por supuesto, a veces la tomamos con razón. Quiero decir que algo nos ha hecho, ese alguien. De obra o de palabra. Pero otras veces la tomamos con alguien sin motivo alguno, porque sí, porque nos sale de dentro y no podemos evitarlo. Algo así debió de ocurrirle a Pla con Franchy. O quizá las cosas fueron de otro modo, quizá existió alguna razón de peso y simplemente la ignoramos.
Sea como fuere, un día Pla la tomó con Franchy. Pla es Josep Pla, claro. Franchy, en cambio, ya resulta menos conocido, a no ser que uno tenga cierta edad, se haya especializado en republicanismo o viva en Canarias, donde algunas calles y algunos centros escolares se llaman de este modo. Es decir, José Franchy Roca. Porque Franchy, en realidad, fue casi siempre Franchy Roca, con José o sin. O sea, un compuesto. Y no sólo por el nombre. Abogado, periodista y político; republicano y federal; y, ya con la Segunda República, diputado de las Constituyentes, fiscal general del Estado, presidente del Tribunal de Responsabilidades por el Golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, ministro de Industria y Comercio con Azaña y miembro del Consejo de Estado. Ahí es nada. Y, sin embargo —o tal vez por ello—, Pla la tomó con él.
Eso sí, a juzgar por las crónicas que enviaba el periodista desde Madrid, la inquina no le duró más que unos meses. Tres, en concreto: del 12 de junio al 12 de septiembre de 1933. Justo los que Franchy estuvo de ministro. Es verdad que por entonces Pla andaba ya algo desatado. Se comprende. Llevaba tiempo insistiendo, tanto en La Veu de Catalunya como en Las Provincias, en la agonía de unas Cortes que seguían siendo constituyentes aun cuando la Constitución llevara ya año y medio en vigor, y en la necesidad de que se convocaran nuevas elecciones para adaptar la composición de la Cámara, abrumadoramente inclinada a la izquierda, al sentir de la calle, harto distinto. De ahí que aquel gobierno formado por Azaña a mediados de junio —uno más, a la postre— le pareciera un despropósito. Y, encima, con Franchy.
O con los federales, que para el caso es lo mismo. Azaña no había tenido más remedio que contar con ellos tras la espantada de los socialistas. Y el problema con que ahora se enfrentaba el nuevo gobierno era, a juicio de Pla, el siguiente: «Se trata de un partido, el federal, de francotiradores, unidos por una nota común de disidencia de “algo”. Todos y cada uno de los federales son disidentes de algo. No son, en realidad, más que esto. A veces, son tan disidentes que llegan a serlo de sí mismos. Esto es lo que le podría pasar al señor Franchy, hombre jurídico y nebuloso y muy remilgado». Y le pasó, en efecto, a las primeras de cambio, esto es, el día de la presentación en el Congreso del ejecutivo entrante. Aquel día el federal Ayuso tomó la palabra «para excomulgar, en nombre del más puro federalismo, al señor Franchy Roca, por haber aceptado este señor la cartera de Industria y Comercio». Desde entonces y a lo largo de todo aquel verano, no hubo día en que Pla no hablara de Franchy. Que si vivía en la luna, que si nadie sabía en qué consistía su ministerio, que si «lo mismo podría dirigir la industria y el comercio desde un banco de la Castellana o del Paseo de Gracia», que si había estado «durante un par de horas, en la cola del banco azul, [dormitando] sus sueños federales», que si no había, en fin, «caso más divertido que el que presenta el señor Franchy Roca».
Pues bien, lo que Pla no recogió en sus crónicas es que este «prototipo de ministro ausente», este señor sin despacho que no cobraba porque su ministerio no tenía consignación, al llegar la hora del adiós tuvo un comportamiento ejemplar —y muy consecuente, por cierto, con su breve trayectoria ministerial—: renunció a la cesantía. O, lo que es lo mismo, a seguir cobrando lo que le correspondía por haber sido ministro. Y como esa clase de renuncias no eran por entonces habituales, sus correligionarios le tributaron un homenaje.
No hace falta añadir que, en lo que llevamos de democracia, esos homenajes no se han dado jamás. Al menos que yo recuerde. Y no porque ya no se estilen los banquetes. Lo que no se estila, en todo caso, es esa clase de renuncias. Por no tener, nuestra clase política ya no tiene siquiera esa miaja de dignidad.
Factual, 22 de enero de 2010.