Supongo que, a estas alturas, todos ustedes habrán echado ya sus cuentas. En fin, todos seguro que no. Quienes ya estén disfrutando de la jubilación —y denle al verbo «disfrutar» un sentido u otro, según les vaya la feria—, se alegrarán sin duda de no tener que echar ninguna. Y quienes se encuentren todavía en la edad del pavo o la hayan abandonado hace poco considerarán, muy probablemente, que existen cosas más perentorias de que ocuparse. Pero los demás, y en particular los que ya empezaban a atisbar la meta, estarán pasando unos días llenos de zozobra. Y lo que les queda por pasar.

Si bien se mira, su reacción —o sea, la mía: yo pertenezco a la quinta jubilable a los 66 más 6— es muy parecida a la que experimentaría un jugador al que de pronto, mediado el partido, le anunciaran que han cambiado las reglas del juego. Es verdad que, entre esas reglas, no sólo están las contrarias a sus intereses, como sería el caso de la edad del retiro, sino también las otras, las que intervienen a su favor. Me refiero —lo habrán adivinado— a los avances científicos y tecnológicos, que tantos beneficios reportan a la salud. Pero, claro, con esas ganancias, quién más, quién menos ya contaba. Y, por otra parte, la famosa esperanza de vida, por mucho que aumente, no deja de ser, al cabo, una estadística. Luego viene el azar, en la forma que sea, y se va todo al traste.

La edad, por suerte o por desgracia, es una edad mental. No quiero decir con ello que la condición física no importe. Claro que importa, sobre todo en esa vejez hacia la que todos nos encaminamos. Estudios todavía frescos, por ejemplo, insisten en la conveniencia de que la gente mayor realice determinados ejercicios, aeróbicos o de resistencia, para ver de atenuar en lo posible el deterioro cognitivo. Pero la edad, en el fondo, es la que cada uno se atribuye. Así, mientras que algunos, a los 50, se hallan ya bastante castigados por la vida y no sueñan sino con jubilarse, otros, a los 60, parecen recién salidos del cascarón. Figúrense, pues, lo que puede haber representado para los primeros ese par de años de prolongación con que nos ha obsequiado la cuesta de enero.

A juzgar por los datos conocidos, resulta indispensable acometer, cuanto antes, una reforma del sistema de pensiones. Ahora bien, esa reforma, para no discriminar a nadie, no habría de tratar a todos por igual, como si la edad fuera una simple cifra y los factores personales y profesionales no influyeran para nada en el acto de colgar los hábitos laborales. Aunque sólo sea como premio de consolación, todo ciudadano, llegado a este punto de su vida, debería contar con algo más que el estricto recurso al pataleo.

ABC, 7 de febrero de 2010.

Las edades de uno

    7 de febrero de 2010