Hace ya más de cinco años pasé una temporadita en Arles. Fue cuando un buen amigo, quién sabe si roído por la envidia o por la admiración —o por ambas cosas a la vez, no lo descarto—, dijo de mí que vivía como un aristócrata español. Anda ya, pensé —por lo de aristócrata, claro—. Ahora, en cambio, al recordar aquella primavera camarguense llena de toros y flamenco, no puedo por menos que darle la razón. Y eso que los aristócratas, según tengo entendido, no trabajan, lo que no era manifiestamente mi caso. Yo dedicaba entonces un montón de horas a traducir los libros de memorias de Julien Benda. Día tras día. Pero me sentía como en casa. Mejor dicho: estaba en casa. Me alojaba en el Espace Van Gogh, que es donde al pintor le recompusieron hasta cierto punto la oreja y donde tiene hoy su sede el Collège International des Traducteurs Littéraires (CITL).

Para que se hagan ustedes una idea, el CITL es en Arles lo que la Casa del Traductor en Tarazona. O sea, un lugar en el que los practicantes de la cosa pueden encerrarse durante un tiempo, por un precio muy arregladito, y consagrarse casi por entero a sus labores. Y todo gracias a la beneficencia de las instituciones —en el caso español, entre los benefactores de la Casa no falta ni un peldaño de la Administración—. Por supuesto, un traductor no es un artista. Quiero decir que allí donde el primero se apaña con una casa, incluso en régimen de alquiler y compartida con sus congéneres, como ocurre en Arles o en Tarazona, el segundo necesita por lo menos un palacio. Y, a ser posible, de propiedad. Cuestión de egos, sin duda. Tal vez por ello en España las ayudas, directas o indirectas, a los profesionales de la escritura, en cualquiera de sus variantes, resultan ridículas si se comparan con las concedidas a los del cine, el teatro o la música.

No siempre ha sido así, claro. Para empezar, hubo un tiempo en que ni siquiera existían las ayudas. Y en que los escritores, por más estrecheces que pasaran, no eran, en modo alguno, los parientes pobres de la cultura. Al contrario. Fue este, a pesar de todos los pesares, un tiempo bello. Aunque mejor sería afirmar que fue el tiempo de Luis Bello. La culpa la tuvo otro Luis. Y El Sol. El 24 de marzo de 1928, Luis Araquistain publicó en la primera del diario madrileño un artículo titulado «Por Luis Bello» y antetitulado «Homenaje necesario». De eso iba el artículo, en efecto. De la necesidad de que el escritor y pedagogo Luis Bello, que había pasado gran parte de su vida viajando por las escuelas de España, contara, de una vez por todas, con un homenaje, y de que este homenaje no consistiera, como era costumbre entonces, en un banquete, sino en «algo más sustancioso y duradero».

Aquí lo dejó Araquistain. Pero El Sol siguió saliendo. Y, al día siguiente, publicó un editorial titulado igualmente «Por Luis Bello» que daba respuesta a ese algo sustancioso y duradero que reclamaba Araquistain para sustituir el tan manido banquete. Una casa. Eso es lo que necesitaba un hombre que había andado siempre de acá para allá visitando escuelas y escribiendo sobre lo que oía y veía. Una casa, en efecto. Así, ese hombre cuya existencia había sido «una peregrinación constante», debida tanto a su «inquietud interior» como a «los azares económicos en que vive el escritor español», podría disfrutar en «sus días futuros» de «una paz y sosiego más propicios al trabajo, a la pura floración de las ideas». Dicho y hecho. El periódico puso en marcha una campaña que duró varios meses y gracias a la cual llegaron a recaudarse, según parece, 100.000 pesetas —de la época, claro—. Vaya, que todo indica que Bello pudo tener, al fin, un hogar.

Sobra añadir que una iniciativa semejante sonaría hoy a broma. No sólo porque las campañas, ahora, las hace la televisión y en apenas unas horas, sino, sobre todo, porque la solidaridad de los ciudadanos va por otros derroteros. Si es que va. ¿Una casa, dice? ¿Y para un escritor? Oiga, ¿me toma usted por imbécil?

Factual, 2 de enero de 2010.

La casa del escritor

    3 de febrero de 2010