No teman. No voy a hablarles de la famosa polémica parlamentaria entre Ortega y Azaña a propósito del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 ni de cómo la historia, noventa años más tarde, sigue dando la razón al primero y negándosela al segundo en sus apreciaciones sobre el llamado “problema catalán”. Todo indica, en efecto, que no queda más remedio que conllevarlo, como si se tratara de una dolencia crónica, y quitarse de la cabeza cualquier ilusión sobre una curación futura. Siendo como es un fenómeno ajeno a la razón, un producto de una sentimentalidad enfermiza vinculada principalmente a la lengua, un nacionalismo cultural, en definitiva, el “problema catalán” no tiene remedio –como tampoco lo tiene el vasco, desde luego–. Pero ello no significa que no pueda tratarse, aunque sólo sea para limitar su alcance y evitar que el contagio vaya a más.
Lo ocurrido en la última década debería bastar para convencerse de que ni la ingenua confianza en la bondad de sus intenciones –los gobiernos de Mariano Rajoy– ni, por supuesto, el colaboracionismo manifiesto para que alcance en parte sus propósitos –los gobiernos de Pedro Sánchez–, van a servir para amansar al nacionalismo, transmutado ya en independentismo, y a quienes desde las instituciones autonómicas –Generalidad y Ayuntamiento de Barcelona, mayormente– lo encarnan. Quebrantaron las leyes empezando por la propia Constitución, convocaron una consulta y un referéndum ilegales, declararon la independencia y, a pesar de los indultos a los políticos convictos, la supresión del delito de sedición y la rebaja del de malversación con que les ha obsequiado el actual Gobierno de España, proclaman: “Lo volveremos a hacer”. Al igual que los niños consentidos, cuanto más les dan más exigen.
¿Cómo evitar, pues, que el contagio se extienda? Antes de nada, situando el problema en el marco que le corresponde o, lo que es lo mismo, entendiendo que el “problema catalán” es, en el fondo, un problema español. El hecho de que lo sufran en particular los ciudadanos residentes en Cataluña no debería llevarnos a desviar el foco de la responsabilidad. Si los Pujol, Maragall, Montilla, Mas, Puigdemont, Torra y Aragonès han perpetrado lo que han perpetrado –cada uno a su manera, ciertamente, pero con imperturbable gradualismo, esto es, sin que ninguno frenara o diera un paso atrás–, ha sido siempre, mal que les pesara y les pese, en tanto que máximos representantes del Estado en Cataluña. Y si los sucesivos gobiernos del Estado lo han consentido o auspiciado, la responsabilidad, por supuesto, es enteramente de estos últimos.
De ahí que lo grave no sea que los separatistas anuncien que lo volverán a hacer, o que diseñen incluso, como ha hecho ERC, una hoja de ruta para los próximos cuatro años en la que se detalla el porcentaje de participación y de votos afirmativos que debería darse en la votación de un referéndum de autodeterminación previamente acordado con el Gobierno del Estado. Lo grave es que, a estas alturas, el contagio haya alcanzado ya al mismísimo Constitucional. Que la nueva magistrada del Alto Tribunal, María Luisa Segoviano, considere que la autodeterminación es “un tema complejo, sumamente complejo (…) con muchas aristas que hay que estudiar” y no se esté refiriendo a la de un pueblo sometido a una dominación colonial, sino a la de una comunidad autónoma que goza de pleno autogobierno y forma parte de un Estado democrático libremente constituido, refleja a las claras el nivel de deterioro institucional al que hemos llegado.
Al respecto, y dado que ERC sigue tomando como fuente de inspiración y argumento de autoridad al independentismo quebequés y, en concreto, los dos referendos llevados a cabo en la excolonia francesa, tal vez no estaría de más que la magistrada Segoviano y cuantos, como ella, creen que el derecho de autodeterminación es un tema complejo que merece ser estudiado incluyan entre la bibliografía obligatoria el libro de José Cuenca Cataluña y Quebec. Las mentiras del separatismo. La obra tuvo una primera vida en 2019, pero a los pocos meses, en plena campaña de promoción, la pandemia se la llevó por delante, como a tantas otras. Ahora acaba de ser reeditada por Renacimiento con una justificación preliminar y lo cierto es que no ha perdido ni un ápice de actualidad, al margen del valor que ya atesoraba. Cuenca fue nombrado embajador de España en Canadá en 1999, por lo que vivió en primera línea el proceso de elaboración y aprobación de la célebre Ley de Claridad del primer ministro Chrétien y su ministro Dion y que sirvió para poner pie en pared ante las arremetidas del independentismo quebequés, que había convocado ya dos referendos, en 1980 y 1995, cuyo resultado fue en el segundo de los casos muy ajustado.
De ahí la importancia de Las mentiras del separatismo y de la comparación que Cuenca establece entre el caso quebequés y el catalán. Las mentiras en cuestión son múltiples, sobra indicarlo. Están, por un lado, las de cualquier separatismo, donde siempre afloran un victimismo fariseo ajeno por completo a la verdad y un desprecio manifiesto por la legalidad. Pero están sobre todo las del separatismo catalán en relación con el quebequés en su afán por tomarlo como modelo. La principal, omitir de forma sistemática que la hipotética separación de una de las diez provincias que componen el Estado está prevista en la Constitución canadiense, mientras que la Carta Magna española recalca expresamente “la indisoluble unidad de la Nación”. Ello solo ya bastaría para dar carpetazo al asunto. Pero el ensayo del entonces embajador en Ottawa no se circunscribe al análisis de los pormenores de esa Ley de Claridad inaplicable en España y a reflexionar sobre su trascendencia en la delicada coyuntura política en que nació, sino que subraya asimismo la importancia que tuvo en todo el proceso el hecho de que la iniciativa correspondiera al Gobierno federal y no al de Quebec.
Y ahí sí que el ejecutivo que surja de las próximas elecciones generales, y cuyo color político es de esperar que sea radicalmente distinto del actual, tiene mucho que aprender. El Gobierno de España, a través de las múltiples competencias que sigue conservando, debería estar presente y hacerse valer en cualquier rincón del país y, en especial, en las comunidades donde los gobiernos autonómicos han impuesto la fuerza de los hechos por encima de la fuerza de la ley. Debería llevar siempre la iniciativa, velar por el interés general y, sobre todo, no dejar desamparado a ningún ciudadano. Con semejante divisa, no diré yo que el boquete catalán –al igual que el vasco– pueda por fin cerrarse, pero sí cuando menos reducirse hasta unas dimensiones que no hagan peligrar el edificio entero.