La expresidenta del Parlamento catalán Laura Borràs se sienta estos días en el banquillo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Está acusada de malversación, prevaricación, fraude y falsedad documental por el fraccionamiento de 18 contratos durante su época de directora de la Institució de les Lletres Catalanes. O sea, entre enero de 2013 y enero de 2018. El resto de su carrera política, en la que ha sido diputada en el Parlamento catalán y en las Cortes Generales, consejera de Cultura del Gobierno de la Generalidad presidido por Quim Torra y candidata a la Presidencia de la Generalidad por Junts per Catalunya –partido del que sigue siendo presidenta–, tuvo su cumbre, su momento estelar, en marzo de 2021, cuando alcanzó la Presidencia del Parlamento autonómico. Pero un año más tarde fue procesada por el TSJC y, a pesar de su empecinamiento en eludir las consecuencias que el propio reglamento de la institución que presidía prescribía para un caso de corrupción como el suyo y que no eran otras que la suspensión de su condición de diputada, a Borràs no le quedó finalmente más remedio que resignar el cargo y dejar la Cámara.

Aunque está previsto que el juicio no termine hasta el próximo 1 de marzo, todo indica que la cosa pinta mal para ese icono del irredentismo catalán. Sólo los dirigentes de Junts siguen negando la realidad y atribuyendo su procesamiento –como afirmó hace unos días Jordi Turull, secretario general del partido– a la aplicación de “un Código Penal del enemigo” y a que el presidente del tribunal que la juzga haya hecho “ostentación de su lucha contra el independentismo”. Claro que una cosa es lo que dicen, sin apartarse un ápice de la doctrina del victimismo, y otra muy distinta lo que probablemente desean en vísperas de unas elecciones municipales en las que se juegan mucho y en las que el caso Borràs va a constituir, sin duda, un lastre. Y es que no se trata sólo de las pruebas en que descansaba ya el procesamiento, sino que encima ha surgido ahora la figura del pentito. O de los pentiti, para ser precisos, pues los otros dos acusados en el juicio y colaboradores necesarios de la Geganta, como se la conoce en el mundillo político-mediático regional, han decidido colaborar con la justicia a cambio de ver reducidas las penas solicitadas. Cataluña no es Sicilia, por supuesto, pero el nivel de corrupción alcanzado por el entramado nacionalista desde los lejanos tiempos en que Jordi Pujol y los suyos se hicieron con el poder, no anda muy lejos, sangre aparte, del que se da en la suela de la bota italiana.

El juicio, por lo demás, está sirviendo también para acreditar el matonismo que acompaña la trayectoria de Borràs, lo mismo en el ámbito académico que en el político. Recordarán tal vez lo sucedido en julio del año pasado, poco antes de que tuviera que abandonar la Presidencia del Parlamento, cuando el catedrático de la Universidad de Barcelona Jordi Llovet hizo público en su cuenta de Facebook el currículo académico de la procesada, lleno de presiones, amenazas y trapicheos de toda índole para satisfacer sus propósitos de lograr una plaza fija y que culminaron con la amenaza, a través de una llamada a la hermana del catedrático, de interponer una denuncia contra Llovet si no eliminaba de su cuenta de Facebook el mencionado currículo. Pues bien, en esta ocasión, y dado que a Borràs no le ha llegado todavía la hora de declarar, el matonismo lo han ejercido sus abogados, Gonzalo Boyé e Isabel Elbal –pareja del primero–, que sometieron el pasado lunes al principal pentito, el informático Isaías Herrero, a un verdadero tercer grado, según relatan las crónicas. Hasta el punto de que el presidente del tribunal se vio obligado a retirarles la palabra. Claro que para alguien como Boyé, condenado por colaboración con ETA en el secuestro de Emiliano Revilla y acusado de blanqueo de capitales para el narco Sito Miñancos –entre otros jalones, como por ejemplo sus defensas de Carles Puigdemont o el rapero Valtònyc, o su participación en las negociaciones entre ERC y PSOE a propósito de la rebaja del delito de malversación, delito en el que es, ya se ve, un consumado experto–; para alguien como Boyé, decía, el matonismo no puede ser una práctica desconocida.

Dentro de nada conoceremos la sentencia del caso Borràs y el destino inmediato que aguarda a la procesada. Pero su despeñamiento, cuando menos en el campo político, parece asegurado y, con él, la evidencia de que el independentismo también cuenta con sus juguetes rotos. Lo que no quita que, mediante métodos más sibilinos que los empleados por Borràs y compañía, no continúe aspirando a los mismos fines disruptivos y constituyendo el mayor de los muchos peligros que afronta hoy en día nuestro Estado de derecho.


Cumbres borrascosas

    22 de febrero de 2023