Los finales de legislatura se asemejan a una carrera contra el reloj. De un lado, los Parlamentos cosen a toda prisa disposiciones adicionales a proyectos o proposiciones de ley en tramitación, pegotes cuyo contenido no guarda a menudo relación ninguna con la materia que se está legislando. Los motivos son de distinta índole. Desde la necesidad por parte del gobierno de turno de enmendar un error o reparar un olvido cometidos en una ley anterior, ya aprobada y sin margen de tiempo para ser revisada, hasta la exigencia más o menos caprichosa de algún grupo parlamentario integrado en la mayoría gubernamental, deseoso de quedar bien con su parroquia y marcar perfil propio ante la cercanía de unas nuevas elecciones y la obligación de asegurarse el voto fiel.

De otro lado, los ayuntamientos se dedican sin descanso a las obras públicas. Por supuesto, cuanto más grande es el ayuntamiento, más presupuesto tiene a su disposición y más obras públicas en curso. A veces se trata de terminar lo ya iniciado y a veces el objetivo se reduce a poner en marcha, en un último suspiro, lo prometido y todavía pendiente, no vaya a ser que los munícipes de la oposición les echen en cara a los gobernantes no haber siquiera emprendido tal o cual proyecto. El resultado de todo ello a meses vista de unos nuevos comicios es, ya se lo figuran, una ciudad abierta en canal.

Hace un par de semanas estuve en Barcelona. Tres o cuatro días, lo justo para patearme un poco las calles del Ensanche y el centro histórico después de una década de ausencia y otra de presencia ocasional. Más que un paseo por mi ciudad natal, lo mío fue una verdadera gincana. A las zanjas producto de las excavaciones y a las vallas que las cercaban casi sin solución de continuidad se unían una serie de indicaciones, señaladas a menudo con colorines, para que todo el mundo –coches, bicicletas, patinetes, transporte público y, de vez en cuando, transeúntes– supiera por dónde debía ir y a qué velocidad. Más allá de la incomodidad que suponía tener que preguntarse a cada paso cómo seguir adelante sin infringir las ordenanzas municipales, me llamó la atención que esa obsesión por el orden y la reglamentación no se hiciera extensiva a la suciedad de las calles ni a quienes las poblaban para menesteres de lo más diversos –dormir en un portal, cocinar al aire libre, trapichear con toda clase de productos, etc.–. Ada Colau, la alcaldesa, se ha erigido, a un tiempo, en protectora de los parias y en azote de los contribuyentes, que son, al cabo, quienes están costeando ese enorme socavón.

El otro socavón es muchísimo más pernicioso. A lo largo de ocho años, Colau se ha convertido en una suerte de madre abadesa cuya principal misión ha sido educar y reeducar a sus conciudadanos en una nueva moral. Sus iniciativas han tenido en todo momento un barniz ideológico. De izquierda, claro está, pero sobre todo de izquierda identitaria –suponiendo que a estas alturas siga existiendo alguna que no lo sea–, fiel reflejo de la cultura woke que impera en el Gobierno de España y en los de no pocos ayuntamientos y comunidades autónomas. ¿Recuerdan aquella iniciativa de creación de un Centro de Nuevas Masculinidades para luchar contra la LGTBIfobia y “enseñar que la masculinidad no es incompatible con la sensibilidad? Nada se sabe a estas alturas de sus efectos, más allá de que lo bautizaron como “Plural”. Y en el orden de acabar con la huella de un pasado malquerido, a la retirada en 2018 de la estatua de Antonio López, marqués de Comillas, empresario, banquero, traficante de esclavos, naviero y mecenas, situada desde hace décadas al inicio de la Vía Layetana, le siguió meses atrás el borrado del callejero del nombre de la plaza donde se ubicaba. Por no hablar de la más reciente de las andanzas de la alcaldesa: la suspensión de las relaciones institucionales con Israel y del hermanamiento de Barcelona con Tel Aviv, en respuesta a la demanda reiterada de la comunidad palestina barcelonesa.

Claro que en este campo ideológico marcado por el odio y el rencor, siempre hay alguien que se atreve a ir más allá, aunque sea a golpe de farsa. Como informó el viernes este medio, la candidata de la CUP a la alcaldía barcelonesa, Basha Changue, hija de guineano y andaluza, ha abundado en la necesidad de reparar ese pasado negro que acabó con la efigie de Antonio López. Y ha puesto como objeto de su deseo reparador, entre otras iniciativas, la retirada de los gigantes negros de las fiestas de Santa Tecla en Tarragona. Como don Quijote y sus molinos, en fin, pero con gigantes de verdad.

Confiemos en que tanto el primer socavón como en especial el segundo encuentren remedio en quienes vayan a gobernar la ciudad durante la próxima legislatura. Aunque, tal como está el patio político catalán en general y barcelonés en particular, no se me escapa que es mucho confiar.