No tengo nada que objetar a los debates diacríticos que han tenido como escenario los plenos de la Real Academia Española. Para eso están sus ilustrísimas, para discutir y rediscutir si el adverbio sólo puede seguir llevando la tilde de la que fue desposeído en 2010, excepto en casos de ambigüedad, por la propia Academia –o sea, si los escribidores españoles pueden recuperar sin caer en pecado un uso que muchos consideramos imprescindible–, o si, por el contrario, el adverbio debe proseguir su andadura privado de rasgo diferencial en una época rebosante de singularidades. En Francia una polémica como esta habría puesto en ascuas a medio país. Pero Francia es un país donde los concursos de dictados son tan populares como los de petanca. Aquí, en cambio, lo que tenemos a diario es un concurso de involuntarias faltas de ortografía y sintaxis en los medios de comunicación, a cuál más gorda.
Con todo, si de algo puede servir ese fracaso cosechado por la tilde –la norma, al parecer, va a seguir como está desde hace una docena de años– es para tratar una vez más de otro fracaso patrio, el de nuestra enseñanza pública. El suplemento cultural Lectura traía en su último número un reportaje de Olga R. Sanmartín sobre el llamado abandono escolar temprano, es decir, sobre el porcentaje de jóvenes de entre 18 y 24 años que han dejado de estudiar. En las últimas décadas esa tasa se ha reducido considerablemente, hasta el punto de situarse, según la última EPA, en cerca del 14% de la población comprendida en esa franja de edad. Es decir, en sólo 475.000 jóvenes, mayormente de sexo masculino. Un sólo –con tilde, claro– que sigue siendo un demasiado. En términos porcentuales continuamos a la cola de los países de la UE, cuatro puntos por encima de la media y precedidos únicamente, como es costumbre, por Rumanía. Pero el reportaje en cuestión, pese a tratar de educación y de las razones del fracaso de las políticas emprendidas para reducir el abandono escolar temprano, no daba voz a ningún pedagogo. Los únicos opinantes eran economistas, lo cual resultaba hasta cierto punto sorprendente.
Sorprendente o no, lo cierto es que la decisión de excluir a los pedagogos de la consulta constituía un acierto. Los pedagogos, comprometidos en su mayoría con las reformas llevadas a cabo en los últimos cuarenta años por los gobiernos de izquierda –la única ley de la derecha que logró tener cierto desarrollo, la Lomce, quedó truncada por la moción de censura de Pedro Sánchez y la consiguiente ley Celaá–, son enemigos de las cifras. Lo son por naturaleza ideológica, por su aversión a tener en cuenta los hechos que contradicen sus tesis y por negar toda validez probatoria a los fracasos. Por eso los responsables de la educación pública llegan incluso al extremo de seguir atribuyendo al franquismo, casi medio siglo más tarde de la muerte del dictador, unas cifras imputables en gran medida al fracaso del modelo nacido en 1990 con la Logse y culminado hace un par de años con la Lomloe. Y ello cuando no les queda más remedio que dar explicaciones porque los datos no pueden soslayarse, como pasa con el abandono escolar temprano –un medidor de la Unión Europea– y con los resultados más que discretos de los informes PISA –dependientes de la OCDE y que evalúan el nivel de conocimientos de los jóvenes de quince años de cerca de 40 países económicamente desarrollados–.
Porque, en general, tratan de ocultarlos. De ahí su negativa a implantar, como prescribía la Lomce –y antes en parte la Loce, aprobada asimismo por un gobierno del PP–, reválidas al final de la ESO y el Bachillerato para la obtención de los títulos respectivos. De ahí también su negativa a ofrecer a los padres, con vistas a la matriculación de sus hijos, datos sobre el rendimiento de los centros escolares en función de los resultados obtenidos por sus alumnos. Y de ahí, en fin, su progresivo rechazo de la evaluación numérica y su sustitución por una burocracia indigerible –en consonancia, pues, con la jerga pedagógica– y facilitadora del aprobado de la asignatura y la promoción de curso incluso con materias suspendidas. Añadan a todo lo anterior la apuesta por un igualitarismo enfermizo que impide la aceptación de que no todo el mundo vale para todo y, en particular, para alcanzar la universidad, y en el que valores como el esfuerzo y el mérito se hallan siempre bajo sospecha.
Ante el reiterado fracaso de nuestra educación pública, lo que debería preocuparnos hoy por hoy no es la tilde de sólo, sino la de aquella ñ que simbolizó en otro tiempo la imagen de España en el mundo.