El 15 diciembre de 1976 fue sometida en España a referéndum la Ley para la Reforma Política, aprobada semanas antes por cuatro de cada cinco procuradores de las Cortes franquistas. Yo era entonces menor de edad –tenía apenas veinte años y la mayoría estaba todavía en los veintiuno–, por lo que no podía votar. Aun así, de haber podido tampoco lo habría hecho. El antifranquismo, aquel caldo ideológico producto del hervor de partidos y colectivos mayoritariamente de izquierda y nacionalistas y del que yo mismo formaba parte en calidad de outsider, había lanzado la consigna de abstenerse. El desenlace fue devastador. La abstención alcanzó apenas un 20 por ciento del electorado –lo que no significa, claro está, que todo el porcentaje hubiera que cargarlo en el haber del antifranquismo– y más de un 94% de quienes sí participaron en el referéndum votó a favor de aquella ley que suponía la liquidación del franquismo y a la que seguirían seis meses más tarde las primeras elecciones democráticas desde los tiempos de la II República española, la consiguiente formación de unas Cortes constituyentes y, en definitiva, nuestra actual Constitución. El “de la ley a la ley” de Torcuato Fernández Miranda había ganado la partida.

Así pues, aquel referéndum fue el primer y esclarecedor indicio de que la inmensa mayoría de los españoles con derecho al voto deseaban la reforma y no la ruptura. Esa lección la aprendieron rápido los principales partidos de la oposición de izquierda, PSOE y PCE, que arriaron sus velas rupturistas y se sumaron al proyecto de la nueva España que encarnaban el rey Juan Carlos I y el presidente del Gobierno Adolfo Suárez. Los nacionalistas catalanes, una vez logrado el compromiso de la restauración de la Generalidad en la figura provisional de Josep Tarradellas, hicieron lo propio, pues no en vano eran entonces gente de orden. Sólo el nacionalismo vasco, siempre tan suyo, sumó al terrorismo lacerante de ETA la tradicional y productiva ambigüedad del PNV con respecto al Estado de derecho.

Han pasado más de cuarenta y cinco años desde aquella consulta y, si bien la Constitución sigue siendo prácticamente la misma, la sensación dominante entre no pocos ciudadanos es que la ruptura ha terminado por arrumbar la reforma. La mayor responsabilidad recae sin duda en los sucesivos gobiernos del PSOE de Pedro Sánchez –obras son amores, como demostró Inés Arrimadas en su certera intervención de hace una semana en el Congreso–, pero sería injusto quitarle méritos rupturistas al PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, al igual que omitir el grado de connivencia indolente, por parte del PP de Mariano Rajoy, con el deterioro heredado.

Sea como sea, en la confrontación dialéctica, si así puede llamársele, entre Ramón Tamames y Pedro Sánchez durante la moción de censura presentada por Vox, quien encarnaba la reforma era el antiguo militante del PCE que había ido evolucionando con los años hacia el centro político, y quien propugnaba, en cambio, el enfrentamiento entre españoles, es decir, la ruptura de la concordia alcanzada durante la Transición, era el actual presidente del Gobierno y supuesto epígono de aquel PSOE de Felipe González que supo rectificar a tiempo y protagonizar, a rebufo de las valientes reformas emprendidas con anterioridad por la UCD de Suárez, uno de los periodos más prósperos de la presente democracia. Las apelaciones de Tamames a la razón en contraste con el uso torticero de los hechos que caracterizó las intervenciones de Sánchez no fueron en el fondo sino una derivada de la distancia que media entre un economista con una brillantísima carrera académica y otro que tuvo que recurrir al plagio para obtener el título de doctor. La desgracia, en todo caso, es que sea este último quien nos gobierna y nos representa en el mundo.
 
Las próximas elecciones generales deberán dirimir si los españoles quieren que perduren los actuales tiempos de ruptura o si, por el contrario, están decididos a apostar por unos nuevos tiempos reformistas que emulen, debidamente actualizados, los viejos de la España del último cuarto del pasado siglo. Hoy por hoy, la tendencia en los sondeos indica que puede darse un cambio de mayoría parlamentaria o, lo que es lo mismo, que Alberto Núñez Feijóo tiene bastantes puntos para convertirse en el futuro presidente del Gobierno. Su perfil político y las ideas y propuestas que su partido ya ha adelantado permiten augurar por dónde irán los tiros. Pero este PP no puede ser, como el de Rajoy, el de los parches. La sociedad española no necesita un parcheado, sino reformas de calado que impidan que en el futuro pueda plantearse una disyuntiva parecida a la de aquel referéndum de 1976.