Una de las grandes lagunas de la democracia española es la falta de paridad. Pero no la paridad entre hombres y mujeres, imposible de conseguir aunque sólo sea porque la naturaleza nos ha hecho distintos y más o menos aptos, pues, para determinados menesteres –otra cosa, sobra precisarlo, es la deseable igualdad de oportunidades y derechos entre ambos sexos–, sino la paridad entre los electores de una parte de España y los de otra, sean estos y aquellos hombres o mujeres. Así, en unas elecciones generales no vale lo mismo un voto emitido, pongamos por caso, en la provincia de Jaén que uno emitido en la de Valencia, ni uno en la de Madrid que uno en la de Lugo. El tamaño de la provincia, o sea, de la circunscripción electoral, importa, vaya si importa. Cuanto más pequeña y despoblada es, más valor tiene el voto. Los 350 ciudadanos, hombres y mujeres, que representan –les guste o no a algunos– la soberanía nacional en el Congreso de los Diputados no alojan sus posaderas en escaños de igual valor, por más que a la hora de la verdad el voto de cada uno valga exactamente lo mismo.
La falta de proporcionalidad de nuestra ley electoral (la LOREG, Ley Orgánica del Régimen Electoral General) es un lastre del que difícilmente vamos a librarnos algún día. Y es que el sistema no sólo es profundamente dispar en cuanto privilegia el voto de ciertas partes de España en detrimento del de otras y echa de paso a la basura, sin reciclaje posible, las papeletas de las candidaturas que no logran representación, sino que, por encima de todo, apuntala el bipartidismo. De ahí su inalterable longevidad. Se ha dicho y repetido que favorece a los partidos nacionalistas. Es cierto. Pero dicho favoritismo no se da sólo en el caso de esas formaciones. Ni sólo ni de modo predominante.
En realidad, han salido siempre mucho más beneficiados los dos grandes partidos, PP y PSOE, que los de estirpe nacionalista, por el simple motivo de haberse presentado en muchas más circunscripciones electorales, y en especial en las ocho donde se reparten, en función de la población, tres puestos en el Congreso de los Diputados. En todas ellas, la aplicación del método D’Hondt para la atribución de escaños se ha saldado casi siempre con un resultado de dos a uno a favor de la fuerza política mayoritaria, sea esta el PP, sea el PSOE. Es verdad que en las dos últimas elecciones, las de 2019, primero Cs y luego Vox –sumado a la aparición del existencialismo turolense, variedad menor, junto al regionalismo, de los nacionalismos periféricos– rompieron la tradición y permitieron que se diera en siete de ellas un triple empate a un diputado. Veremos qué pasa ahora en las generales del próximo diciembre. En todo caso, nuestro sistema electoral, y en particular el modelo D’Hondt para el reparto de escaños, está concebido, insisto, para perpetuar el bipartidismo. Que los nacionalismos vasco y catalán han sacado provecho de ello por su condición de fuerzas mayoritarias en sus regiones respectivas es incontestable, pero más provecho han sacado PP y PSOE al convertir en escaños los restos que, como partidos mayoritarios, han ido cosechando a lo largo de décadas en tantísimas provincias españolas.
No es, en definitiva, en la composición de las listas electorales donde el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo sustenta deberían fijarse para garantizar una representación no dispar entre ciudadanos. Pero está claro que no caerá esa breva. Por lo demás, esa paridad entre sexos a la que se quiere dar una vuelta de tuerca más estableciendo por ley las listas llamadas cremallera, ya estaba recogida, de hecho, en la propia LOREG desde 2007, cuando se añadió un artículo 44 bis en el que se establece que las candidaturas “deberán tener una composición equilibrada de mujeres y hombres, de forma que en el conjunto de la lista los candidatos de cada uno de los sexos supongan como mínimo el cuarenta por ciento”. El pequeño resquicio de libertad que suponía, por ejemplo, el que las mujeres pudieran ocupar el sesenta por ciento de los puestos de la lista, se lo ha llevado por los aires el anteproyecto de ley aprobado ayer –de cuyas demás medidas, por cierto, no voy a ocuparme aquí, pues merecen un artículo aparte–. La obsesión igualitaria de la izquierda, secundada devotamente por una parte sustancial del centroderecha, confrontará siempre con el ejercicio de la libertad. Y en particular con el de aquellas mujeres que no quieren favores ni ventajas y rechazan de cuajo esa política de cuotas a la que les obligan a plegarse.