«Interés superior del menor.» Así llaman nuestros diputados al criterio por el que un recién nacido, en caso de discrepancia entre sus padres —o, si lo prefieren, entre el progenitor A y el progenitor B—, puede acabar figurando en el Registro Civil con un determinado apellido abriendo el paso y el otro a rebufo, y no al revés. Pero más allá del concepto y de su difícil catalogación —en efecto: ¿cómo puede cerciorarse uno de que es ese interés y no otro el que acaba presidiendo el acto denominativo?—, lo verdaderamente relevante es el depositario de semejante responsabilidad. No es, como proponían los socialistas al principio, el orden alfabético. No es, como sugerían los republicanos catalanes, el bendito azar. Es, como aprobó este miércoles la Comisión de Justicia del Congreso, el funcionario del Registro Civil. Sí, el funcionario que a uno le toque en suerte —o la funcionaria, claro—. Así pues, cabe suponer que ese buen señor o esa buena señora van a coger al bebé, van a levantarlo con sumo cuidado, van a observarlo detenidamente para que no se les escape ni un detalle y van a decidir, sin que el interesado o sus progenitores tengan nada que objetar al respecto —la ley es la ley—, si el Kevin o la Leticia de marras va a llamarse, pongamos por caso, «Montoto Montoya» o «Montoya Montoto». Y que pase el siguiente, por favor.
Como comprenderán, una aberración de este calibre solo se le puede ocurrir a la izquierda, y muy especialmente a la nuestra. Se empieza mezclando el género gramatical con el sexo; se persigue luego con saña cualquier indicio de pervivencia de la llamada sociedad patriarcal; y se acaba, en fin, cargándole al pobre funcionario la responsabilidad de terciar en disputas sobrevenidas, inútiles y perfectamente evitables. Con lo fácil que habría sido dejar las cosas como estaban. Seguir la tradición, en una palabra. Pero los hay empeñados en crear un mundo nuevo. Y así nos va.
ABC, 7 de mayo de 2011.