Los medios han recogido la noticia, pero no le han dado, creo, el realce que merece. Sobre todo en un país como el nuestro. El Tribunal Supremo de Israel acaba de rechazar la reforma judicial impulsada por el gobierno de coalición del primer ministro Benjamin Netanyahu y aprobada el pasado verano por la Knéset, el Parlamento israelí. La conjunción de la derecha, la extrema derecha y las fuerzas ultraortodoxas propició una reforma cuyo propósito era privar al poder judicial de su capacidad de veto con respecto a aquellas decisiones del ejecutivo y el legislativo que considerara exentas de “razonabilidad”. Se trataba, sobra precisarlo, de laminar el poder judicial en beneficio de los otros dos poderes y de hacerlo al máximo nivel. La resolución de la Corte Suprema de Israel, aunque por la mínima –8 magistrados contra 7–, supone, pues, en la práctica la salvaguarda de la imprescindible separación de poderes, pilar de todo Estado de derecho. Y supone, a un tiempo, terminar dando la razón a los miles y miles de ciudadanos israelíes que durante más de medio año han ocupado las calles de su país en protesta por el mencionado proyecto de reforma.
Pero les decía al principio que la noticia tenía, o debería tener, un interés especial para los españoles. Al menos para los que siguen creyendo en la democracia liberal y sus virtudes. Desde hace cinco años y medio, y con creciente intensidad desde las últimas elecciones legislativas, España está viviendo un forcejeo semejante al vivido en el último año en Israel entre los poderes ejecutivo y legislativo de un lado, y el judicial del otro. El acuerdo multiforme que ha permitido a Pedro Sánchez perpetuarse en el poder prevé, entre otras muchas cesiones a las fuerzas independentistas y muy en primerísimo lugar, la concesión de una amnistía que reduciría al olvido los delitos cometidos por quienes participaron en 2017 en el golpe fallido del Gobierno de la Generalidad presidido por Carles Puigdemont y en las secuelas de años sucesivos. Para ello, Sánchez y los suyos necesitan que la tramitación del proyecto de ley de amnistía que ha registrado el PSOE en el Congreso de los Diputados reúna los sufragios necesarios. Si así fuera, a la mayoría formada en Israel por la derecha, la extrema derecha y los partidos ultraortodoxos le correspondería en España la integrada por la izquierda, la extrema izquierda y los nacionalismos de toda clase y condición. Con todo, de prosperar la iniciativa, lo que parece factible, Sánchez debería aún sortear el escollo del poder judicial, algo mucho más espinoso pese a la probada eficacia de los trapicheos que han caracterizado durante el último lustro los nombramientos del Gobierno –asistido por su largo brazo legislativo– en este ámbito. Ah, y para redondear el paralelismo entre ambos países, también en este margen del Mediterráneo hemos tenido en los últimos meses frecuentes y multitudinarias movilizaciones para denunciar lo que millones de ciudadanos ven como un atropello intolerable a sus derechos.
Sea como sea, lo nuestro se encuentra aún pendiente de desenlace. Pero lo ocurrido en Israel, con una resolución tomada por el Tribunal Supremo en pleno conflicto bélico pese a las presiones del propio Ejecutivo de Netanyahu para que la sentencia se demorara hasta que la guerra hubiera finalizado, debería servir de lección a esa izquierda española que se comporta en relación con el poder judicial con un menosprecio cuasi delictivo al tiempo que se permite tildar –incluso por parte de ministros del Gobierno– al Estado de Israel de genocida por perseguir en legítima defensa a los causantes de una de las agresiones terroristas más bárbaras que se recuerdan.
Acerca del creciente antisemitismo de izquierda que se da en Francia, decía el escritor Michel Houellebecq en una entrevista concedida al Corriere della Sera y reproducida por El Mundo que se perdonan “las violaciones cometidas contra mujeres israelíes por el origen de los violadores”. Seguro que de haber conocido el que sufrimos por estos pagos habría llegado a conclusiones parecidas. Y quién sabe si no hubiera llevado su asombro mucho más allá al reparar en la conducta en Oriente Próximo del presidente Sánchez, que lo fue hasta hace cuatro días de la mismísima Unión Europea.