En 1929 Le Corbusier y su primo y colaborador Pierre Jeanneret construyeron en París, muy cerca de donde se ubica en la actualidad la Biblioteca François Mitterrand, un edificio de 500 viviendas para fines sociales. El edificio recibió el nombre de Cité de Refuge de l’Armée du Salut (esto es, Ciudad Refugio del Ejército de Salvación) y fue destinado a albergar, de un lado, los servicios generales de aquel singular ejército y, de otro, a personas y familias que no podían valerse sino gracias a las labores de beneficencia que llevaba a cabo. Ignoro si esa fue la primera vez que se utilizó el concepto de ciudad refugio, pero un siglo más tarde ahí sigue. Sólo que hoy la ciudad a la que alude el sintagma no es como entonces un edificio o un conjunto de edificios con una finalidad específica, ni quienes en ella hallan cobijo son mayormente conciudadanos sin techo y sin blanca. Hoy una ciudad refugio es una ciudad en la que se refugian, bajo el amparo de las autoridades municipales o supramunicipales, ciudadanos de otro país víctimas de una guerra o de una catástrofe humanitaria originada por fenómenos naturales y que, a causa de ello, se hallan también sin techo y sin blanca.
Un partido refugio, de existir, vendría a ser algo parecido: el refugio de cuantos ciudadanos con derecho a voto carecen de asidero electoral. Razones para semejante indigencia puede haber muchas, claro. Pero la principal, la que permite hablar también aquí de catástrofe humanitaria, al menos para una parte considerable de la población española, tiene que ver con la paulatina erosión del Estado de derecho. ¿Desde cuándo? Desde hace un par de décadas como mínimo de forma explícita, aunque los orígenes puedan rastrearse ya, siendo rigurosos, en el desenlace de la Transición misma.
Si toda democracia que se precie se rige por el principio de alternancia, lo menos que puede decirse de la española es que la alternancia se ha producido en el mejor de los casos a pesar del nacionalismo, y en el peor, gracias a él. Lo que significa que el nacionalismo, además de formar siempre parte del sistema, se ha erigido en su eje vertebrador. Dado que el fin último de cualquier movimiento separatista es la segregación de un trozo del territorio del resto, no debe extrañar que la erosión del Estado de derecho haya ido en aumento. En especial, como decía, desde hace un par de décadas, y con singular virulencia en las últimas legislaturas de gobiernos de Pedro Sánchez.
Así las cosas, la frustración que supusieron para tantísimos españoles los resultados del pasado 23 de julio ha reforzado la idea de la necesidad de un partido refugio. Por más que entonces el PP creciera, además de por su derecha, por el centro, al recoger sufragios procedentes de la abstención y el voto en blanco y de exvotantes de Ciudadanos y el PSOE, la cosecha no fue suficiente para desbancar al felón. Y lo que ha venido después, desde la proyectada amnistía hasta el traspaso encubierto a la comunidad autónoma catalana de las competencias en inmigración, ha acrecentado aún más, si cabe, esa sensación de desamparo.
Ante ello, el surgimiento de una fuerza política como Izquierda Española ha abierto un claro de esperanza. No en todos los votantes desengañados, pero sí en muchos de los que, considerándose socialdemócratas y partidarios de la unidad de todos los españoles, no se sienten representados por las formaciones políticas integrantes del actual gobierno y creen que otra izquierda, para nada identitaria, es posible. También, probablemente, en muchos de los que, considerándose liberales o conservadores, ven una ventana de oportunidad en la fructificación de esa nueva opción partidista. Sin duda no van a prestarle su voto, pero confían en que su aparición desgaste lo suficiente a la actual izquierda identitaria en el poder.
Con todo, Izquierda Española sería, a lo sumo, un partido refugio para el votante de izquierda contrario a las renuncias ideológicas de sus actuales representantes y, en particular, a sus connivencias con los nacionalismos. Los liberales que habían engordado en otro tiempo las filas de UPyD y, en mayor medida, de Ciudadanos difícilmente van a encontrar allí un refugio para su voto. Muchos, es cierto, han orientado ya sus pasos hacia el PP o pueden hacerlo en el futuro. Pero en este partido difícilmente encontrarán la determinación necesaria para poner pie en pared ante el chantaje permanente del nacionalismo. Se me dirá que ya está Vox para servirles. Sí, siempre y cuando su liberalismo sea tibio y no le hagan ascos a un conservadurismo que combate el secesionismo desde otro nacionalismo, el español, en vez de contraponer a los efluvios simbólicos y sentimentales del nacionalismo disruptivo la consistencia rocosa de la verdad y la razón. Para quienes aspiren a refugiarse en un liberalismo de esta índole –el único merecedor de tal nombre, si bien se mira– no existe hoy en día partido en el que refugiarse. Ni siquiera como proyecto, que yo sepa.
A no ser que el refugio electoral se entienda como un acto de fe donde lo que menos importe sean las siglas a las que uno vote y lo que más, aquello que Fernando Savater pedía aquí mismo hace un par de domingos a “las llamadas izquierdas y derechas”: “colaborar sin tiquismiquis contra el separatismo nacionalista, teocrático, de género y demás populismos posmodernos que amenazan nuestra tradición ilustrada”. En otras palabras, también suyas, “acabar con esa supuesta incompatibilidad visceral entre izquierda y derecha, de la que se nutre golosamente el sanchismo”.